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Un recado de la corte. Otra vez, mi tirano
demanda que proyecte para él un palacio. Le insisto, mi dignidad
horizontalmente desplegada sobre el plano tangente a la punta de sus babuchas,
en que todos sus palacios devendrán mausoleos, y que sólo se muere una vez y en
un único cadáver. Su soberbia le impide atender a mis palabras. Me escruta con
el rayo de odio con que miran los poderosos cuando les sobreviene la conciencia
de que dependen del cuerpecillo insignificante de un cobarde ante la muerte
para declinar sus sueños en materia. Pero es la espada que siempre cuelga de
las nervaduras bajo las que se cobijan, y están acostumbrados a convivir con
ella sin ninguna alteración del pulso. Yo, por mi parte, temo demasiado el
tormento de los días indiferentes que me depara su soberbia enojada si no cumplo
sus deseos.
Me muerdo los labios, las lágrimas se
agolpan en la garganta, las uñas taladran las palmas de mi mano, los párpados
estrangulan la coriácea luz del sol. Una vez más, comienzo los preparativos
para el viaje. He de visitar todos los mausoleos construidos, desde que el
hombre es hombre, para no caer en el negligencia de construir uno de rango
inferior al de algún emperador al que él sueñe infligir su real desprecio.
Empezaré, una vez más, por los que ya le construí. Sé que es a la memoria de sí
mismo, soñando los proyectos que ya han degenerado en materia suntuosa, a quien
más empeño tiene en humillar.
-Tardaré en volver -le advierto. Las
técnicas han evolucionado mucho y no cesan de erigirse arquitecturas cada vez
más insólitas y complejas.
-No me importa, sabes que soy eterno y la
posibilidad de la muerte no me inquieta –me responde displicente, mientras
acaricia la arrebatadora nuca de su última concubina, forzada al abandono del
hombre que la amaba.
Recojo mis utensilios de geómetra,
estremecido por la rabia, a punto del llanto. Me había hecho a la idea de que
mis últimos días iban a habitar el júbilo de la obra consumada, y la admiración
benevolente y agradecida de mi amo deshaciéndose en elogios precisos, que son
la forma suprema del silencio.
Monto en la cabalgadura mi esqueleto
dolorido. Parto. No sé cuando volveré. El populacho lanza abucheos a mi paso,
enterado de mi viaje. Saben que mi misión les traerá nuevos trabajos y
aflicciones. Yo, ni les oigo. Me obsesiona la idea de morir sin haber colocado
la postrera piedra de su último mausoleo.
Schola Doctrina, I. Narciso Echeverría. |
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