
Lo mental, como
concepto, aparece más tardíamente. En la cultura occidental, yo lo
dataría en el que los franceses llaman Siglo de la Ciencia, el XVII, en la
querella entre racionalistas y empiristas. Si hacemos caso de ciertas
influencias orientales en nuestra cultura, parece que por allá apareció antes.
Yo no soy budista y mis conocimientos sobre el budismo son mínimos, pero sobre
lingüística tengo los suficientes para conjeturar que sea la palabra que sea en
chino, sánscrito, etc. que en las lenguas occidentales suele traducirse por “mental”
(mente, mind) no es posible sin cierta violencia intelectual.
Lo cognitivo es mucho
más tardío todavía. Creo que el concepto debe datarse (puede que no el significante, la
palabra propiamente dicha) en los albores de la revolución industrial y toma
clara carta de naturaleza en las sociedades industriales masivas, bajo el
paradigma fordista. Ya no bastaba lo mental, como separado de lo físico, ni lo
psíquico como separado del sensibilidad material. Ahora hacía falta que las
capacidades “intelectuales” se pudieran medir, cuantificar como fuerza de
trabajo. Esto sigue la impronta cartesiano/kantiana: separación de las facultades
productivas y lógicas del aparato psíquico para privilegiarlas como fundamento
de todas las demás (emociones, sensaciones, pasiones), que dejan de tener otra función
que subordinarse a lo racional. Hay que tener en cuenta, que el para el
filósofo o epistemólogo ilustrado, racional viene de razón. Pero el
utilitarista y sus descendientes invierten el proceso y la razón se convierte
en pura ratio, es decir, se
reduce a la racionalidad (a la razón instrumental), al cálculo de la división del esfuerzo por el tiempo,
dando como único cociente de la
operación el beneficio. El paradigma cognitivo-conductual, pues, queda
como reinante en el mundo de la psicología desde hace décadas.
Y la psicología
deviene terapia, precisamente porque la psique se concibe exclusivamente como
una anomalía de lo cognitivo, invirtiendo técnicamente el orden filosófico. El
psicoanálisis freudiano, pues, queda en este entorno como una rareza clínica,
porque su fin no es devolver al sujeto con problemas (emergencias, en el doble
sentido de la palabra) psíquicos al tejido productivo afilando sus competencias
mentales y corrigiendo sus desmanes conductuales, sino despejar el camino al
deseo, precisamente entorpecido por ese acuerdo entre lo real y la libido que
el síntoma. Por eso se trata de psico-análisis y no de psico-síntesis. No hay
posibilidad de completud (Gestalt) ni de medición (temporal o energética) si se
es consecuente con el gesto freudiano, aunque bajo la especie de la genitalidad
o la madurez los postfreudianos intentaron devolver al psicoanálisis al redil.
La peculiaridad de Freud no es otra que, producto de su técnica, haberse
encontrado el amor en su clínica y, en lugar de arredrarse como un hubiera
hecho un buen médico, decidió darle su valor como motor de la cura. La clínica bajo transferencia, de este modo, se distancia de todos los ideales normativos de la modernidad iluminista.
El paradigma
consumista y postfordista supone otra mutación, porque al buen chico fordista,
con sus capacidades de cálculo, eficiencia y gestión bien encauzadas, el modo productivo ha
decidido sustituirlo por un sujeto vocinglero e hiperactivo, que hace de su
sociabilidad y capacidad empática su virtud más valorada por el mercado de
trabajo. La consecuencia más obvia es no ya que lo cognitivo adelante o margine
a lo psíquico, sino que ha conseguido suplantarlo. El sujeto postfordista no
tiene derecho a sufrir sin ser diagnosticado, tratado y, normalmente, medicado,
porque toda emergencia psíquica, todo pathos, todo sentimiento no rentable
social y cognitivamente, toda muestra de sentimentalidad y o espiritualidad, se
considera enfermiza, literalmente patológica.
El coaching, la autoayuda, todo el
espectro semántico de la autoestima y del éxito muestra de esta suplantación.
El cine contemporáneo, postclásico, da buena cuenta de ello en su
problematicidad, haciendo de la amnesia traumática uno de sus argumentos tipo
fundamentales. De maneras distintas, Memento
o la saga de Bourne son ejemplos de
esta suplantación de lo psíquico por lo cognitivo. En el primer caso, el
protagonista está convencido de que la información objetivada puede sustituir a
su memoria. En Bourne, el protagonista
ha perdido su identidad y memoria, pero todas sus capacidades cognitivas,
producto de su entrenamiento, siguen intactas y se constituyen en un enigma que
se superpone a todo su ser.
Pero el máximo
exponente de este ideal medicalizado de exclusión de toda diferencia subjetiva
es, sin duda, la emergencia de la neurociencia que concibe al sujeto como un
cerebro al que se identifica sin resto, ocultando que toda perspectiva
científica no es más que una modelización de la realidad validada por una serie
de datos obtenidos de un modo en
absoluto aleatorio, sino perfectamente prefijado: la “realidad” responde según
le preguntemos, sin ninguna clase de inmanencia propia. Es cuestión del
modelo que proyectamos qué clase de datos recibimos. Y si presuponemos que no
hay en el ser humano, en el ser que habla y simboliza, nada más allá de su
conducta y sus capacidades cognitivas, es imposible que encontremos otra cosa
que datos numéricos, conductas prefijadas y colorines en una pantalla.
Un buen artículo. He llegado a él desde la página en FB de 'Hablamos'. ¿Por qué no lo compartes ahí? Parece un foro adecuado.
ResponderEliminarUn saludo cordial.