domingo, 22 de diciembre de 2013

Cesarán las lenguas. (Ahora te veo Eurídice, Final)



 Se trata de un poema en 10 entradas sobre lo femenino como consustancial a la palabra, que cierran el poemario Ahora te veo, Eurídice.

Cesarán las lenguas.


Sí, sólo con el pecado aparece la Redención, y su sacrificio no se repite.
Søren Kierkegaard.

                           I

Delimitemos el ámbito de la chanza desalmada
que en la caverna esgrime sus lisonjas
luminosas para escarnio de la carne
que creerá que hay vida otra
fuera del perímetro mortal
que dibuja la carne misma:
el objetivo esencial de la poesía
es fundar la verdad en la palabra
en la exactitud de su infinita diferencia del concepto.
La verdades son sonido,
nada son sin la emboscada
que las funde como el lacre
de los astros derramando
su líquida crueldad contra la costra
mórbida de las llagas atroces
que sufren por naturaleza
los soplos encarnados de dios padre.
Las verdades transitan la brisa térmica de los gemidos,
recalando siempre en la encrucijada germinal
de los sonidos que se prestan,
pero no pueden ser vertidas
en la urna cenicienta
de una fórmula silente.
La verdad no es álgebra,
el álgebra es en todo caso su esqueleto
y la verdad,
es sólo carne,
la declinación más corruptible,
menos universal, del universo.

                   II

La letra desprendida es marca del delirio
en la carne que se hace
sagrado templo de constancias insensatas,
címbalo retiñendo el son venéreo
del cataclismo sosegado de las rosas,
aterradas todas de ser metáfora
de juventud reiterada hasta el hastío
del alma enferma contraída
de siglos literarios.
La letra suelta es la miseria
del gurú de sudario blanco
que autoriza
su prepotencia en un dios muerto que venera
el engranaje enfebrecido de las horas
repitiéndose en los intestinos impolutos
de las máquinas eléctricas.
No hay empeño más mezquino, más inútil y más huero
que el de pretender completar las verdades,
concibiéndolas universales,
restándoles su son relativo,
su genética carnal, su lengua.

                                III

La frontera del sentido es la frontera del mundo:
la carne con sus perfiles azules de lengua de lagarto emponzoñado
de soles del desierto,
lo cual no quita que sueñe
con poder escribir alguna vez
una digna metáfora del miedo.
La lengua, que en mí encuentra su límite y estalla
y se retuerce, y habla.
No hay verbo sino estallando en la carne,
porque la palabra es el encuentro
humillado y abisal
del espíritu
contra el imposible de pensar
que es la frontera del ser, la misma piel horadada.
La palabra es el tumor imperial del ser viviente
que cuenta el tiempo por su falta.
La muerte tritura los sigilos de los astros y los entes,
hace de la carne el escenario peregrino de la vida,
migración de los silencios.
Saberse de la muerte es conquistar la gloria
de la lentitud que es rebeldía
contra el amor inmenso, tierno, acusador que siente
la felicidad por el esclavo.

                         IV

En el principio era el verbo
y al final no quedará
más que ceniza de la lengua incendiada de deseo.
Eso nos lo enseña la variable,
connatural a la palabra,
que es el misterio
inconcluso de poder ser mujer,
milagro frágil, precario, serpentino,
que estalla, cáncer del cosmos servil,
en la herida sacra de la piel, que en esa herida acaba y es
palabra insolente.
El verbo es amor y dignidad de ser mujer.
La especie humana,
desnaturalizada, mutante,
se anima porque carece de hembras;
nuestra promiscuidad con el verbo
las ha hecho mujeres
y en lugar del instinto
tenemos la voz que clama,
y en lugar del destino
de  procreación tenemos la muerte,
y en lugar del afecto gregario y leal,
tenemos el amor a la distancia
                                        infinitamente exacta
que nos exilia del universo y de sus leyes.

                       V

A medida que voy envejeciendo
-no creo que a esto que yo hago
pueda llamársele madurar-
se va afianzando en mí la idea fantástica de que hay más vida
tras esta vida.
No sé si he enloquecido
o es el pavor de esta edad
que va partiéndome por la mitad
la peregrinación al ángel blanco,
pero siento que en la duración mera de la carne,
contrariamente a la eternidad
celular que un joven siente,
no puede contenerse el vendaval
de las ansias de todo
lo que me queda por hacer y por sentir.
Pero no hay goce ni pasión,
ni voluntad ni entusiasmo,
ni poema por escribir,
ni amor por decapitar,
ni catástrofe por cantar,
si no en el cuerpo,
este cuerpo en que yo creo,
palabra encarnada,
                grito cárdeno, voz roja.
Deseemos, pues, un cuerpo eterno,
un cuerpo que jamás cese
de hacerse digna y sabiamente viejo.

              VI

Miro el mar desde la ribera,
lo veo sestear melancólico
en su lecho de eternidad
escondiendo su médula
de laxitud y lascivia,
que disimula en liturgia
que permite
hacerse carne a los duelos.
Esquivo y desalentado
es mi mar voraz y quieto,
tan monstruoso, tan peregrino,
tan heterosexual, tan insensato.
La materia de la escritura que se aleja
sin fin de los conceptos
no es, pues, otra que esos entes plásticos
que el corazón segrega
y que llamamos recuerdos.
La poesía, la escritura verdadera,
que se aleja infinitamente del concepto,
se enfrenta al imperativo de reflexionar
sobre cómo ha de  mirar
un pasado que eterniza
–que cristaliza, que esclerotiza, que entumece-
en su oficio.
Es, si hablamos de poesía,
si empeñamos la palabra,
la cuestión ineludible de la muerte.
No hablo del fin del impulso caprichoso
que decide extraer del ser a la materia
y de sus flujos,
sino del confín esencial del tiempo,
del recodo de cada instante rebosante
de ultimidad volcánica aún,
que lo hace vivo y anima
su anodina eternidad.
Si queremos decir la verdad,
necesitamos fijar una posición exacta
frente a la muerte,
salvajemente moral, que equidiste
del melancólico resignado que hace del cántico
a la muerte un parapeto
ególatra para ese manantial de dolores luminosos,
de llagas exhaladas, que es la vida,
tanto como de la estulticia zafia,
cobarde y optimista
de los ignorantes y felices
que morirán
sin haber rendido cuentas.
Mi propuesta: estar más cerca siempre
de la noche golfa y radical de los borrachos,
que de la cocaína con sus certidumbres caudalosas.
¿Por qué me dice el mar con atributos de mujer,
por qué lo animo con la mirada improbable
que denuncia la injusticia cósmica de saberse amado?

               VII

Si queremos decir la verdad
en su infinita distancia exacta del concepto,
necesitaremos inventar recuerdos verdaderos,
hijos de la existencia auténtica,
porque la vida es un hilván ralo de milagros
entreverados en la textura raída del tedio.
Pretender una vida llena,
una vida sin noticia de la nada,
una vida toda henchida de milagro,
banaliza los milagros,
y los convierte en la más impía de las blasfemias,
de las calumnias infligidas
al dios creador del mundo:
la felicidad como meta de la vida,
impostora criminal de la angostura
del camino.
Pretender pasar por esta vida evitando las tragedias
que el azar proponga,
sin degustar la esencia impura
de la misma hecatombe de estar vivo,
el sabor de los regueros de la sangre
de la bestia sacrificada en tempestad
y  negarse
a la hemática promiscuidad,
plena de aromas bélicos y rugosos de aguardiente,
en su fétida, agreste y suculenta cárcava copiosa,
es negarse las esencias –a las fragancias- de la vida:
la vida en la escritura y en la vida
se tamiza por las ranuras del pecado,
hijo de la ley, hermano de la gloria.

               VIII

Amar la vida es desear
la reiteración inédita del desencuentro.
Inédita, entusiasta y espantada.
Yo,
que soy esencialmente inexperto
en esencias y he resucitado tantas veces
de las fosas sépticas del álgebra
gracias al elixir del dolor vivificante,
he tenido que recurrir tantas veces al fracaso
para establecer una distancia
insalvable entre el sonido y el concepto.
Paladear la vivencia del tiempo desnudo y pesado,
del tiempo que se descarna sin milagro,
sin acontecimiento,
en la existencia que supura ansias esenciales.
El amor es el acaecimiento que relumbra entre la nada,
alegría en la muerte posible;
la felicidad es la negación del acontecimiento y la alegría,
muerte radiantísima, impura, mentirosa.

                    IX

El cometido del poema  es, pues,
construir una oquedad para que la esencia encalle,
un nicho alquilado a la muerte
del que la verdad surja
como de su cesto la cobra encantada,
como el reverso de un cielo.
Y cantar, poema tras poema,
tramando una urdimbre
salvífica e impostora en cada verso,
al amor en estado puro,
mucho más puro que los objetos
en que se derrama y que le devuelven su luz.
Lenguas, profecías, conocimiento:
nada de eso nos concierne.
Sólo nos atañe el canto en el envés
menos embrutecido del concepto
que es la palabra que suena,
palabra que es fundante y no es profeta,
palabra que es llanto y no teorema,
palabra que es la alegría del acontecimiento de gracia
con el que un dios nos ama y piensa.
Un dios que no es concepto ni ortodoxia,
un dios del que sólo sabemos por el amor,
por las mujeres,
por lo imposible, por lo irredento.
Un dios sin leyes,
dios único y verdadero, con minúscula,
afectado de  humillación hecha carne,
este dios que es mi fantasma familiar,
este dios del que no me atañe la existencia,
porque los entes que más eficazmente operan
son aquellos que no existen,
que sólo son pura palabra,
puro amor, puro verbo, puro temblor, pura diferencia.

                          X

La tarea de la palabra es desnudarse del concepto,
desguazar el argumento,
extraer a la verdad del campo de batalla,
restregar por la cara emputecida  de la idea
la vileza de su suplantación de la verdad
que se lamenta verbo,
transimiento de vigilias en el tiempo
sin color de los astros que se ven porque está oscuro.
Es lo que podemos aprender de las mujeres
la humanidad toda
prepotente que se ha fundado en la ignorancia
(a mi me a tocado amarlas, a otras les ha tocado serlo,
a ninguno poder confundirnos en universo):
que el amor es la radical diferencia entre la palabra y el concepto,
por ello quedará cuando
cesen las lenguas, y culmine su ocaso
la pasión frágil –¡y tan viva!- del conocimiento.
Es por eso, que ahora vemos
como por espejo:
la realidad, el delirio común de los mortales,
no es más que un pálido reflejo, avaro
llanto ennegrecido de la suerte.
Pero luego conoceremos como somos conocidos,
como dios nos conoce y ama,
sin sentido,
porque el sentido es una debilidad humana,
un merma del amor por la locura
razonable de los bienes y el hechizo
de las artes nigromantes de los signos.
El amor, la pasión, la entraña,
la carne en que la eternidad desfallece en tiempo
                                                             y estalla,
conquista de lentitudes inhumanas,
no tiene que ver nada
con el bien de los mortales.
Por ello necesitamos las rotundas
verdades a medias del poema,
la desesperación de la razón por la palabra
que la impugna,
porque el amor sin felicidad, el amor verdadero,
siempre inconcluso,
como por un espejo ejecuta a los profetas
aunque ame con pasión a los oráculos,
porque su decir inescrutable
también se dice siempre a medias.
El verbo es el amor en la exactitud
de su diferencia infinita
con la felicidad inequívoca de la muerte,
tiniebla sacra que ataja la locura
de la búsqueda pecaminosa del sentido.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Flores sin nombre. I. De la verdad


 

 

 

 

Flores sin nombre.

                                                                                 

                                          

                                                                       José Antonio Palao Errando

 

 

                                       

 

 

 

                                                        Para Eva, que ha osado acometer la hazaña de ser una.

 

 

Si mettre en scène est un regard, monter est un battement de cœur. Prévoir est le propre des deux ; mais ce que l’un cherche à prévoir dans l’espace, l’autre le cherche dans le temps. Supposons que vous aperceviez dans la rue une jeune fille que vous plaise. Vous hésitez à la suivre. Un quart de seconde. Comment rendre cette hésitation ? A la question : « Comment l’accoster ? » répondra la mise en scène. Mais pour rendre explicite cette autre question : « Vais-je l’aimer ?»  force vous est d’accorder de l’importance au quart de seconde pendant lequel elles naissent toutes deux. Il se pot donc que ce ne soit plus à la mise en scène proprement dite d’exprimer avec autant d’exactitude que d’évidence la durée d’une idée, ou son brusque jaillissement en cours de narration, mais que ce soit au montage de le faire.
                                                                                               
                                                                                                  Jean-Luc Godard.

 

 

 

I.               De la verdad

1         

Un niño, imaginemos un niño. Un niño cualquiera, podría ser yo, pero no necesariamente. Técnicamente, no estoy ejerciendo de autobiógrafo sino intentando aislar una sensación. Esto es poesía y por lo tanto hablo de un momento lógico, universal y corruptible en el que, muy improbablemente, podría reconocerse cualquiera. El momento del que hablo acostumbraría a tomar cuerpo en el transcurso de un juego escolar, o de una fiesta familiar, por ejemplo. En general, una celebración asidua, cíclicamente repetida sin la intermediación ingrata de un porqué explícito, a la que uno le ha otorgado toda clase de adherencias míticas, respaldadas por la inercia activa de la sonrisa adulta y la espontánea algarabía de los otros niños, a cuyos extraños ritos les otorgamos el fundamento de la inercia sonriente de sus propios adultos, inercia que para un niño constituye siempre el amparo de una naturaleza. En medio del marasmo ordinario de una exultación semejante, de repente algo no concuerda, un ínfimo detalle desbarata la unicidad sagrada de todas las sensaciones en la sustancia dionisíaca del sentido asegurado: puede ser un juguete que exhibe con impudicia su propiedad ajena, un sabor desesperado en una golosina que incita a sospechar que hay más de una familia, una caída que no cuenta con el correlato de una jovial y fingidamente distraída atención inmediata, o una sorpresiva reprimenda que se excluya de la lógica cadena de goce que se enmarca entre la provocación perversa y el amor materno... En este fatídico momento infantil universal al que me refiero -y del que ningún humano escapa- uno descubre, por primera vez y de manera irreversible, que las alegrías no le pertenecen, que uno no pertenece a las alegrías que siente y la felicidad aparece abruptamente como un estado designable, adjetivo, ajeno, interrogante, inducible, y uno descubre del mundo los estados, y que nada significa sin esfuerzo y que la sonrisa de los vívidos ancestros alberga la proverbial indiferencia del autómata. Es, sin duda, el momento de mayor perplejidad de una vida humana, legible en esa mirada desamparada del niño desorientado que descubre que nada vadea el abismo de la decisión ante la extranjería del mundo, que los significados distan de las cosas, son de un orden distinto, y que es puntualmente necesario un hercúleo esfuerzo mezquino de amor, rencor o letargo para que el mundo rinda cuenta del sentido, para coordinar en un flujo tolerable la ferocidad por ser otro con la que se bate cada uno de nuestros semejantes. La alteridad se revela aquí como un aquelarre siniestrísimo, como una crudelísima orgía mineral, y la realidad como una conjura universal de la que participan los otros, absolutamente todos los otros, que han ordenado su existencia al fin único de gozar sin tregua de nuestra ignorancia –trágicamente traicionada por esta inevitable contingencia- y ocultarnos el secreto fundamental del cosmos: la existencia del dolor, la discontinuidad del amor. Todas las extrañezas y decepciones que traigan después los años (del descubrimiento del desamor de quien se ama, a sentirse un estorbo para los hijos o cualquier otra atroz traición o desprecio infligido) son su pura reminiscencia.

Esta sensación de revelación bárbara, en su esencia escénica, constituiría un magnífico vehículo metafórico por su simplicidad y su rigurosa esencialidad –su pulcra desnudez significante- para describir miles de sensaciones que experimenta un adulto decente. Se trata de una perplejidad tan anterior, tan fundante, tan determinante, precisamente porque aún no se cuenta con la valiosísima herramienta del odio, esto es, de la lucidez en su vertiente operativa, práctica. Porque descubrir que ser amados no es lo natural difiere sin fin de la necesidad ulterior de ser reconocidos –temidos, odiados, etc.- como su fantasía sustitutiva. Podría pensarse que estoy describiendo el banal descubrimiento de la hostilidad del mundo, de la agresividad de los otros, de la lucha por la supervivencia, homo hominis lupus, etc. Pero no estoy hablando específicamente de eso, sino de otra sensación anterior. No muy anterior, no muy lejana, sólo infinitamente. Sólo irreductible: la constatación de que el amor por uno no es el principio por el que se rige el universo es radicalmente heterogénea de la ficción consecuente según la cual es el poder el que lo hace. De hecho, el primer odio sentido, como todo el mundo sabe, es la primera demanda de amor realmente honorable, legítimamente desumbilicalizada, el primer pulso interactivo con el mundo en el que le suponemos, muy a nuestro pesar, su más alta dignidad, que es la de ser una máquina mal programada, un software cuyo código fuente no es propiedad intelectual de nadie que nos ame.

Centro estructural y motivo principal de este texto: ante tu huida he experimentado la sensación lúcidamente aislada y torpemente descrita en los párrafos anteriores.

Ante tu huida, la noche, el cielo discontinuo, el pintarrajeo arbitrario de las constelaciones. Con tu partida he enviudado eternamente de la felicidad, y ante mí se erige su mausoleo como el de un antepasado ignoto frente al que el respeto es un descargo pobrísimo de la ausencia de dolor y de nostalgia.  Contigo se ha ido la vida que me fue soñada, con tu ausencia la necesidad de vivir se ha convertido en libérrima extenuación. Tras de ti, el amor ha dejado de ser una amalgama pánica para desvelar el éter incoherente que fluye entre los cuerpos, dibujando torpe el fondo disforme de un firmamento sin causa. En el desamparo uno se halla, y en esa inminencia he vuelto a descubrir que nada es el mundo sin mí. Qué cansancio, qué enorme cansancio el de la alegría después de ti. Qué cándido artificio de la rabia.



2          

 Añoro la felicidad
ante todo porque es un descanso.
Sería hermoso, a estas alturas,
hacer de la resignación su secreto,
avenirme al estoicismo de una vida no alcanzada
y limitarme a perdurar,
con los ojos flotando alelados e inhóspitos,
aceptando que nunca podré verme mirar.
 

Hoy, sobre mis muertes reiteradas,
y atónito ante la resistencia inconcebible de la realidad
contra cualquier esfuerzo por violentarla,
ya he comprendido que la vida no tiene secretos,
sólo arquitecturas que braman
por convertir en su carro de fuego
cada uno de mis poros,
y a las que respondo con la abstracción
de un llanto cristalizado tras cada elección,
con su carga irrevocable de libérrima desdicha.
 

Es a esta cristalografía del llanto
a la que agosto vuelve cada vez
y me hace humano.
Hasta el aire vacío tiendo la mano,
y me siento unido a esta brisa deshabitada
que me hace hombre. Nunca como en agosto sé,
cosas de la biografía,
que una nada densa y desigual
es el único residuo de la identidad humana,
tiniebla que se escande en la cristalografía
de mi llanto de ejes curvos.
 

En esos momentos es cuando más añoro
la capacidad de volcarme hacia los otros,
que creí tener una vez,
y volver buscar en la piel
de los que no soy la dicha,
y franquear aturdido la verdad
con el aire que circula manso entre las pieles,
a veces humo, otras gemido alado,
algunas risa.


Pero cuando me vuelvo a ellos
y los veo
fabricar la perla de su felicidad
sobre la esquirla de su bajeza,
regalándome la rugosidad de su valva opaca
en forma de destino singular,
entonces comprendo,
en el seno lluvioso de mi llanto axial,
que no me envidien,
y juzgo sagrada su incapacidad
de invertir en muerte
el tiempo indivisible del paraíso,
depositando sobre este mundo
una dádiva tierna que nadie les ha pedido,
tal y como yo hago.
Está claro, en días como éstos,
que no hay más verdad que los otros
corrompiendo la abstracción
con sus rostros criminales.


Mientras,
yo macero mi escaso tiempo en renuncias,
cuando en realidad deseo
–y, en verdad, tan sólo sueño-
depositar mis palabras
en el oído de una mujer hermosa
para que vayan decantándose en sonrisa con soltura.
Arquitecturas tiránicas
seguirán desgarrando mi piel
con sus estiletes de matarife
y yo querré
seguir depositando mis palabras
en un oído de mujer,
que no se conformará con ser sonrisa
y querrá hacerse mujer entera
–arquitectura tiránica arraigando en mi piel,
que la brisa navega cruel y cálida-
y me negará su alegría,
como hacen los ideales,
con su ígnea transparencia.


La vida no tiene secretos.
Lo sé
como que una vez fui joven y creí
que la juventud era la vida
y que el tiempo carecía de mí,
que yo le podría ser necesario.


3

Mi vida es víspera violenta de la aurora
en que los otros despreciarán su humanidad
y serán dignos de mi amor como sus ojos.
Les veo mirándome al fin como a un coloso
que quebrantara el horizonte con su sombra,
desvelando el misterio irrefutable que autoriza
que la silente oración del ermitaño
y el tormento inconfesable del poeta
enternezcan el orgullo maquinal del universo.
Y ellos me escucharán y yo
sentiré inútil mi lamento,
como lo ha de ser la fuerza de carácter
en el momento mismo de la muerte.