Suelo tener un problema nada pequeño cuando hablo de política. Esta entrada intenta aclarar cuáles los principios de los que parto. Comenzaré pues del modo que suelo hacerlo todos los años cuando me enfrento al
reto de tener que explicarles a mis a alumnos de Teoría de la Imagen, las propiedades
específicas del encuadre occidental en perspectiva como espacio de la
representación. Para cernir esta especificidad, tenemos que compararla con
otros cauces de representación icónica, por ello comienzo por hacer un
inventario de las características genéricas y estructurales de la imagen
medieval europea. De este modo, les explico que la imagen gótica y románica es:
- Arquetípica: no busca copiar ninguna realidad perceptiva, sino representar las verdades eternas.
- Alegórica: La imagen no tiene autonomía simbólica, no organiza su propio mundo de la representación sino que está subordinada a un discurso externo, principalmente al discurso teológico cristiano, de donde extrae tanto su arquitectura plástica como la codificación de su sentido.
- Didáctica: Su intención primordial es ilustrar visualmente a una población muy mayoritariamente analfabeta sobre los contenidos de la fe y de la historia sagrada, principalmente.
- Cultual: la imagen lleva adherido su carácter sagrado, pero además comparte este espacio con su espectador por lo que toda imagen religiosa comporta un componente táctil. La imagen no sólo invita a contemplarla, sino a adorarla, besarla, tocarla.
- Y está organizada en un Espacio de Agregados: la imagen no es autónoma ni plástica ni simbólicamente. Su espacio y sus figuras están organizadas según un principio jerárquico exterior a la representación: el Pantocrátor, siempre será de mayor tamaño y estará en posición más elevada que el resto de las figuras.
Suelo ilustrar este pequeño esquema con las
imágenes del Ábside central de Sant Climent de Taüll y con una miniatura de las
que iluminan La Biblia
de San Luis.
También les suelo mostrar la representación alegórica de un tema profano, como la Filosofía, gran reina escoltada por los miembros de su Corte, el Trivium y el Quadrivium.
Como un truco de prestidigitador, y con estas imágenes aún en la retina, inmediatamente les muestro a los estudiantes La Academia de Atenas de Rafael. La primera gran diferencia que encuentran es obviamente la referida a la perspectiva y a la mirada como organizadora del encuadre, frente al carácter alegórico de la imagen medieval. La segunda, la individuación de los rostros. La imagen reúne en un solo encuadre a los principales filósofos de la antigüedad, pero además de utilizar la emblemática tradicional (los gestos y textos de Aristóteles y Platón, las poses de Euclides, Pitágoras o Diógenes) que los hacen reconocibles, además ahora tienen rostros personales. Llama la atención el rostro de Platón. Si bien reconocemos al filósofo por llevar una copia del Timeo en señalar a las alturas, en clara referencia a su filosofía (contrastando con Aristóteles, a su lado, que porta una copia de la Ética y señala hacia la tierra), es decir, por sus atributos emblemáticos e iconográficos, su rostro nos es familiar por otra razón: es el rostro del maestro Leonardo Da Vinci, divulgadísimo mediáticamente. Por lo tanto, Rafael nos está enviando una primera significación connotativa: la filosofía, el pensamiento, la más alta elaboración intelectual está representada por sus dos nombres más emblemáticos que presiden una representación de la Academia de Atenas tan anacrónica como visualmente verosímil, y además el padre de la filosofía occidental adquiere el semblante del gran pintor del Renacimiento, del renovador de la pintura en la Época Moderna. No hay duda: Rafael nos deja claro que es un pintor quien tiene derecho a encarnar a un filósofo, que la nueva pintura pintura está a la altura de los más grandes representantes de pensamiento. La pintura, se nos insinúa, tiene la dignidad y la potencia de construir pensamiento autónomo, y no sólo de vehicular y difundir el pensamiento pergeñado en otros discursos.
Ésta primera instrucción interpretativa es esencial, precisamente por la novedad en la modalidad de representación, para que nos pongamos en disposición de comprender la segunda y principal. Estamos ante una pintura mural en la propias paredes de las estancias vaticanas que recoge exclusivamente a pensadores profanos y no alberga en sí el más mínimo signo cristiano. Y lo hace con una imagen en perspectiva que crea un espacio virtual en el interior del propio recinto capital de la Iglesia. Estamos en 1505 y las tensiones y enfrentamientos que van dar paso a la Reforma Protestante están en su apogeo. Recordemos que uno de los caballos de batalla de esta querella fue precisamente qué era materia de fe y qué no. Mientras la Iglesia reconocía a sus doctores entre los Padres antiguos, los reformadores mantenían que la única materia de fe era la Sagrada Escritura y que toda contaminación de la sabiduría grecolatina, tal y como se reflejaba en la Patrística, era reprobable. Lutero lo afirma categóricamente: "Aristoteles ad theologiam est tenebra ad lucem". ¿Qué observamos pues? Que la imagen adquiere una vertiente ideológica y política, no sólo didáctica. Integrar todo el saber helénico en el interior de las Estancias Vaticanas supone vindicar, en el proyecto que impulsó Agustín de Hipona, la capacidad de la revelación cristiana para asimilar la herencia del logos clásico. Parece no haber ninguna referencia sagrada en La Academia de Atenas, pero el mensaje de exaltación intelectual del catolicismo es evidente.
De este lenguaje, del lenguaje de la ficción simbólica, radicalmente nuevo en sus formas nacerá el humanismo, la que Heidegger llamó Época de la Imagen del mundo, en la que bajo la especie de la objetividad en nuevo universo infinito y homogéneo de la ciencia quedará a disposición del sujeto. Es la Modernidad. Una visión del mundo completamente nueva perfectamente solidaria con las formas que la vehiculan: la narración novelesca, el nuevo teatro y la pintura en perspectiva. Y la obra de los tres grandes genios barrocos estará enfocada a mostrar como esta temible apariencia de verdad es el mejor vehículo del engaño. No de otra cosa versan las novelas cervantinas, los dramas y comedias shakesperianos y los óleos velazqueños.
No hay forma de instaurar un orden nuevo sino es a través de un lenguaje, de un espacio de la representación, completamente inédito, porque todos los lenguajes tienen la potencia modelizadora que les hace capaz de engullir los signos y perpetuar las relaciones de poder como si fueran eternas, con el único cambio de los rostros, que efecto de la humana muerte, han de ir sustituyéndose en el sueño eterno que es el drama de la vida. Viendo lo difícil que era despertar, Segismundo decidió seguir soñando para poder ser rey.
No se puede hacer una política nueva sino se atacan de raíz los lenguajes del poder y sólo se pretende buscar un lugar en ellos.
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