(viene de aquí)
IX. El paradigma comunicativo y sus olvidos.
No
dejo de estar sorprendido de que en la investigación sobre los discursos
informativos y la prácticas comunicativas todos los hallazgos de los años 60-80
parecen haber sido borrada de un plumazo. Yo llegué a la Universidad como
profesor allá por 2002 y, pese a haber estado siempre en contacto con ella, no
dejó de chocarme como el paradigma hermenéutico y crítico en el que me había
formado había sido definitivamente desplazado en el ámbito de las ciencias de
la comunicación y de las ciencias sociales. Ya no se trataba de interpretación
y crítica, sino de técnica y ortología. Los estudiantes se preparaban para ser
eficientes comunicadores, no para entender cómo funcionaban y qué transmitían
las prácticas semióticas y sociales. Aunque algo de esto hubiera podido ser positivo, el
triunfo del paradigma comunicativo no es inocente en absoluto: significa el
triunfo de la razón técnico-instrumental. Tal y como se ha llevado a cabo el
triunfo del cuantitativismo y de la entrevista, la enunciación controlada bajo
el yugo de la información y sometida a la funcionalidad empresarial ha
significado en buena medida la derrota del pensamiento.
El
problema es que se han olvidado hitos del pensamiento esenciales que “ya habían
pensado” nuestro presente. Se ha olvidado a Baudrillard, que ya leyó la Guerra
de Vietnam como un apaño entre las superpotencias, que convertía el antagonismo
y la dialéctica en simulacros y
nuestro entorno en hiperrealidad. Se
ha olvidado al Foucault que caracterizó las sociedades disciplinarias y la
microfísica del poder, y el poder queda como una relación simétrica,
reprimiendo todo antagonismo, toda diferencia no subsumible en el consenso. Se
ha tachado a Deleuze y Guatari y a la esquizofrenia capitalista. A Debord y la
imposible transparencia de la sociedad del espectáculo, la del
capitalismo más allá de la apacibilidad nominal de la estructura. A Derrida, y
su denuncia de la metafísica de la presencia, que tan implicada está en la
creencia de que hay una verdad de los
hechos. Pero también se ha olvidado la esencia de la escuela de Frankfurt
de la que parece que Habermas es la culminación natural y de sus predecesores
sólo quedan los textos más culturalistas de Benjamin y el saboteado concepto de
industria cultural de Adorno y Horkheimer.
En
última instancia se ha olvidado a Marx. Sí, se ha borrado al, en palabras de
Lacan, inventor del síntoma, esto es,
al Marx analítico, intérprete de la cultura, filósofo, economista y político y
se nos ha legado una versión de Marx hecha de consignas y recetas que,
desprovistas de su fundamento, parecen trasnochadas. Si desconocemos los
fundamentos de su crítica de la economía política, su genial y gigantesco
desciframiento del capitalismo, su abordaje de Hegel y su inversión del signo de
la dialéctica, y sólo nos quedamos con la dictadura del proletariado, aviados
estamos.
El
caso es que el último efecto perverso de esta tachadura es la reaparición de los
discursos de cuño estalinista (hay a quien una versión acrítica y dogmática de Marx le viene muy bien) que comparten el ideal de inmediatez y
transparencia con el neoliberalismo y que, sorprendentemente, han reprimido
todo recuerdo el fracaso del modelo del socialismo real soviético. Parecen
predispuestos a ofrecerse como vanguardia de las descerebradas masas trabajadoras
porque son capaces de leer el presente y ya tienen diseñado el futuro (¡qué miedo!). Y del lado reformista, vemos aparecer con
estupor propuestas ciudadano-populistas
que con sus consignas de reticularismo extremo repiten repiten
ingenuamente eslóganes y pautas protofascistas, porque ni saben que lo son. O,
casi que peor, eslóganes ciudadanistas y liberales del siglo XIX que en lo que
pueden acabar es en una universalización de la 2ª enmienda de la Constitución
norteameriacana.
(continuará)
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