domingo, 30 de marzo de 2014

El Vacío y la Muerte. II Traición.

Prefacio
I Entre espejos.

II.   Traición.


Los lugares del cuerpo
que carecen de carne.
El sabor baldío de mi boca
vacía.
El musgo,
que es sinécdoque de todo lo perdido.
El avatar en que transijo.
El remordimiento de la luz.
Quedan así documentados.
Porque nadie nombra ya el musgo
fuera de los poemas,
ni admite el sabor de su boca vacía,
ni pide la carne de los que no son,
ni piensa el azar
como lo que es:
un todo.

 

No me mueve, mi dios

Entre toda la conciencia de tu sino
-ese ominoso morir
por hacer de la ralea de los hombres
un trasunto de la corte angélica-
no concibo como el menor de los horrores
que te supieras hijo de una virgen.

¿De qué vale ante ello
saberte vástago y uno
con un Dios omnipotente,
si todo su poder no le valió
para hacer una mujer
de esa madre incólume?

¡Qué peso,
qué dolor,
                   qué enormes fauces,
qué integridad demanda ese destino!
No pudiste
cantar por tu amargura una aria triste
y te obligaste a enarbolar un evangelio,
el deseo de una mujer sostuviste
vengando en la humanidad
redimida su desierto.

Desde entonces los católicos
somos todos
hijos también de una doncella
obligados a honrar a un padre
que jamás será digno de ella.
Y no podemos imaginar el paraíso
de otra forma
que un perpetuo contemplarle
reprimiendo
para siempre la pregunta
sobre el himen irredento
que inaugura
todos los linajes
del remordimiento.

Donde los dos espejos
multiplican sin cópula
su óptica negra
hubo dos ojos
buscando otros ojos.
El vacío y la muerte
advienen cuando esos párpados
se sellan como tejido cicatricial
sobre la conciencia
libre, lóbrega, sola.
Únicamente pueden adquirir su nombre,
frío, catacrético, cuando la felicidad
ha dejado de discutirle
sus prerrogativas  al destino
y la vida ha hallado su vector axial.
Antes que la nada hubo la destrucción.
No parecía, en el fragor de la batalla,
que ese fuera a ser el sabor de la victoria.
Donde hubo vida
ha advenido la condición humana,
como una algarabía afásica
de entes cordiales, sonrientes y expresivos.
Imponiéndose entre las pieles
con su lisura negra y fría,
seráfica y fétida.

 

Gnosis.

Dios blanco de la eucaristía,
que retienes al mundo más allá
de las telarañas
de la paz,
de la familia,
del eco sacro del incienso,
de las llamas
que ascienden siempre al cielo,
y que expulsas con tu sable
la corrupción cainita del deseo,
humo sin destino,
hermosura que se apaga.

Dios, que eres puro conocer,
puro pensamiento
sin estridencias,
pura idea en transición hacia la idea,
¿por qué te he confinado
para siempre en el entendimiento,
y te he exiliado
de la dicha,
del milagro,
de la posesión de lo que anhelo,
de la compañía
de un gran amor que manifieste
menos agrio al universo?

Nunca te sentí un dios
al que pudiera dar las gracias,
un dios que fuera sustancia
sólida de la alegría,
un dios que fuera amante
barruntado en el destino,
un dios que habitara
en las mujeres y no fuera
sólo el deleitoso desafío
obstinado de una mente
que pensándose te piensa.

No he podido ser creyente,
ni del todo audazmente ateo,
he sido especulador que goza,
pura salvaguarda esquinada
de una mirada insolente
hacia la madre aplastada
de los iconos áureos y siento
que a los cantos cósmicos les sobra
la torpe polifonía del mundo,
el sórdido encadenamiento
de la sierpe que me sabe
de carne, gemido y duelo.



Maldigo la belleza y tomo prestado
el dolor de tu herida.
Quiero que me desees
como una adicción,
que me exijas como un derecho
tóxico y vacante.
Y no aspiro a que reconozcas mi voz,
a que identifiques mi grito,
a que te dejes arrullar
por la serie de mis lisonjas.
Yo aspiro a conferirme
el espesor relativo de un secreto.
Y para ello necesito
de tu ciego amor
penetrado de mí.
Sólo tu amor puede erigir el silencio,
frente al arrullo de las olas,
y alzar su diferencia
en el contorno de los dichos.
Creamos que ese silencio
será más eficaz
que violencia alguna
en la labor de alzar
la sobrehumana arquitectura
en que ha de consistir
el dolor de los tiranos.
Fúndame, haz enigma
de mi ensordecimiento cotidiano,
dirígete a mí enarbolando
el estandarte de la clemencia.
Porque sé que te he traicionado,
con mi inconstante egolatría.
El amor es turbio,
por eso necesito tu mirada.
Nunca habrá un nosotros si ignoramos
el volumen mistérico de cada lágrima.
 

Descreimiento

El ingenio, la lascivia, la melancolía.
La colisión de los conceptos
en la cadencia atronadora de una idea.
La nostalgia,
el cariño sincero por mi padre,
el odio ígneo por mi enemigo,
el desprecio prosaico
por quien administra mis horas.
El dolor por no sentirme amado,
con las ansias sexuales más salvajes.
La fantasía sádica y lasciva,
danzando acompasada con la pasión por comprender
la presencia injustificada del mundo.
La añoranza del amigo,
y el deseo de negarle mi secreto.
Las horas ocupadas en los quehaceres más mecánicos,
con los que me gano la vida
o intento que ésta no se derrumbe
en un caos impracticable,
y una metáfora que invade
sin aviso todo mi pensamiento
como un dios andando entre pucheros.
Un sentimiento poderoso al lado
de la cantinela más humilde,
el bostezo inoportuno,
la contemplación de una hembra en mi deseo,
y los pulmones henchidos
del placer de leer a un clásico.
Todo puede coincidir en un segundo,
nada de ello en una década.
¿Porque no creo en la unidad de la experiencia,
habré de renunciar al gozo imprescindible
de enhebrar símbolos?



Yo pacté con la línea desnuda
del tiempo
que la causa de mi horror
no se distinguiría del mundo.
Yo me he despertado
día tras día
compartiendo lecho
con la mansedumbre
y he proferido proclamas
de indolencia.
Yo he combatido
codo con codo con el deseo
y he desistido del derecho
a conocer desde siempre mi nombre.
Yo he pactado con la derrota
un gozo,
y compartido con la persecución
un pudor.
Yo he traicionado a los hombres
por una mujer.
Y a mí mismo.
Y no consigo perdonarme.
Será porque hice bien.
 

La noche

La noche se sonroja al escucharte.
No puede dar crédito a lo que dices.
Mira a las grietas pardas de las baldosas
que perturban la geometría colorida del suelo.
Y se muerde los labios
hasta hacerlos sangrar, de rabia y de vergüenza.
De vez en cuando, la noche, incrédula,
enarbola sus párpados aterrada por tu violencia,
por tu sed incomprensible de infamia.
Quisiera palidecer, con el alba,
presenciando de una vez
el arrebato de indiferencia que te mereces.
Pero es oscura. Su naturaleza es negra.
Su milagro, la libertad.
Tu venganza,
morir sin haber perdido un ápice de tu poder.
 

Te juro haberte amado

Sabor de fuego que derrite
golosinas rancias,
de regüeldo tórrido,
de servicial carcoma,
de cuchillo romo,
de sangre propia,
de carne ajena,
de humedad cotidiana en la caverna,
de horror nocturno,
de diurno insomnio,
de osadía fantástica,
de cielo atroz,
de infiernos turquesas,
de elixir biliar,
de objetos de culto expoliados,
de vino sagrado regando hiedras artificiales,
de misa prometida los jueves,
de funeral de aniversario,
de sacrilegio desatento,
de paces que hieden a miembro amputado,
de añoranza del sepulcro,
de cama que apesta a cuna incendiada.
Así es el sabor áspero
de una reyerta conyugal,
jurando
odiar a quien se teme,
amando
a quien te odia a la intemperie.
 

Esperando tu amor.

Cándido como una estúpida
infidelidad por despecho,
desbocado, injusto y fiero
como una niña malcriada,
sórdido como una anciana
que escucha su monedero,
innoble como un cojín
bajo el culo de un monarca,
humillado como un rocín
cargado de haces de paja,
sucio como el cristal
que desnuda tu ventana,
rígido como una fobia
que se ha convertido en derecho,
amante como la hombría
desgajada de mi cuerpo.
 

Propósito

He amanecido a tu lado.
El lado es siempre el mismo,
aunque tu fueras otra y otra.
¿Cómo he podido ser tan tosco?
Amar a una mujer, haciéndola
con mi amor una.
Amar su recuerdo singular.
Dejar un espacio para lo imposible en el futuro.
Hemos roto el alba.
Un mechón de tu pelo ha encarcelado el horizonte.



Delinquí en la misma médula
de un azote del viento.
La patria no pedía otro sacrificio
que la dicción diagnóstica,
que el cifrado muerto
de la causa, en su nobilísima
e impávida arborescencia
de paciente orfebre:
susurrar el frío concepto
para intentar olvidarme
de la llaga afanosa que grita
hasta el desgarro del pecho.
Pero me empeñé en vivir
y abrí el interrogante
más allá del óptimo vaticinio
del decir. La mañana es mi enemiga.
El amanecer es la hora del rencor
y de las proclamas
cobardes y delictivas.
Es la hora del juicio,
la hora de la luz,
la hora del destierro
y del olvido de morir.
Pactar con la existencia
el índice exacto de viscosidad
de sus sangres,
los sedimentos abandonados
en la base de sus muros,
como alquitrán y tarquín.
El amanecer es la hora del tropiezo.
El amanecer es la hora
del vacío y la muerte.
Una súplica desesperada
porque continúe la representación
sin mí.

La esperanza.

Hoy ha venido la esperanza a allanar mi territorio,
con su sabor agrio de snack barato,
innecesariamente recargado de glucosa.
La esperanza es el veneno del presente.
La negritud en forma de descuido.
Intenté recobrar tu mirada en los recodos
de las anchas avenidas.
Un mísero entusiasmo sujetaba
a la experiencia por las solapas.
No se fuera a desbocar.

 

Antinonimias

Alegría, felicidad.
Dolor, frustración.
Lealtad, lisonja.
Amor, condescendencia.
Razón, silencio.
Verdad, reproductibilidad.
Palabra, razón.
Sacrificio, deber.
Honestidad, agradecimiento.
Azul, granate.
Negro, azul.
Política, victoria.
Deber, lealtad.
Fracaso, estupidez.
Mitología, poesía.
Cielo, paraíso.
Éxito, fracaso.

Sí. Éxito, fracaso.
Por más que se intente poetizar
la semántica,
este eje de antonimia,
tan vulgar y tan manido,
sigue siendo el puente irreversible entre la lengua
y el mundo,
la mala dicción de la existencia.
Fundamentalmente, porque una vida
no da tiempo a saborear
el epicúreo paladar de las derrotas.
 

Fantasías

El éxito es la más vulgar de todas la fantasías.
Casi tanto, el amor incondicional.
Más épica es la tentación del sexo prohibido.
Con mujeres imposibles. Muy cercanas.

Condena

Muriendo en la cruz lo imagino,
con sus carnes blancas. Y no teniendo una última tentación,
sino una postrera certeza.
La verdad os hará libres.
Y una trinitaria carcajada cósmica ennegreció el firmamento,
y Satanás sintió su rabo atravesar
el laberinto de sus piernas
hasta alcanzar con gran esfuerzo
la bífida punta de su lengua.
Fue el legado cínico del Logos encarnado.


Que las figuras no sean causa
no hace del nombrar una operación banal.
Articular paulatinamente el ruido
no capta la voz del que dice
ni perfila el agujero
que lo dicho bordea.
Si acaso ello no insistiera,
lo mejor sería callar.
Pero es lo imposible de decir lo que nos impide enmudecer.
Caerán los estigmas como lluvia
sobre las tonsuras de los en paz con dios
y horadarán sus cráneos
y no sentirán dolor porque serán
todo conciencia.
Necesitamos que dios nos ame
para no perder un minuto más en orarle.

Vacío

Si algo puede enaltecer nuestra condición de bestias
con vocación angélica,
no son las cálidas glorias del lecho,
sino más bien la nostalgia
de su recuerdo,
no la mezquindad del podio,
la miseria de la tarima,
la reverberación del púlpito,
o la trepidación de la arena,
sino ese segundo nocturno,
amargo y desechable
de decepción tras el ascenso,
cuando uno sabe que el triunfo,
que la gallardía, que el goce,
han sido ineludiblemente de un extraño.
La única gloria posible
para el ser que cavila
dislocado
es hacer de esos instantes vacíos,
de esos tiempos muertos,
la cumbre moral de la existencia

Pero ¡cuidado! la soledad,
que se figura como la única amante fiel,
se delata
como una fulana descocada,
presta a sernos desleal
al mínimo pulso circundante de la vida.
La dignidad de su amor exige
perseverar en la crueldad sosegada del hastío
hasta que la aniquilación surja
del desencuentro
radical con todo resto de lo humano
y entonces torear a la angustia
de capote
-tercio que le duele a la bestia
pero no acaba en el redentor
chorro de la muerte-,
con el mismo brío que soñamos
darle muletazos a la vida

Hay que permitirse en ese lance
un desdén tierno
por los semejantes,
una decepción ante el goce de los otros,
aceptarse siempre ausente
de las exultaciones colectivas,
sentir que la otredad es tan ilimitada,
tan arrabaleramente infinita,
que no tiene frontera
ni conmigo,
antes más bien me absorbe
y me deja este espacio triste
que, pensándola,
deshabito.

Y así poder ir cercando 
algunos impalpables residuos aturdidos
de la sabiduría,
mientras ejerce el caos de pigmalión
de esta ruina ojival
que es la existencia,
y yo sigo ansiando el momento
vacío de elocuencia,
acallado de todo amor terrestre,
en que pueda codiciar la razón
como he anhelado tantas veces
el saber antojadizo de algún dios.


Yo soy culpable de haber pretendido
que la alegría podía ofrecerle a la razón una patria,
que el amor debía dormir en un lecho solitario
para no extinguirse
y que el deseo podía ser la nervadura
de una existencia exacta.
Y hoy me hallo negociando mi exilio
con el vacío y la muerte,
y me veo en la obligación de odiar
todos los amaneceres
y de escribir versos anatemizados
por ortodoxias bellas y cainitas.
Me aterra pensar siquiera que haya otros
que se atrevan a nacer en mi lengua,
y busquen en ella la representación
impostora que enaltezca
un estado de ánimo
hasta convertirlo en prueba de la vida.
Mi crimen fue creer en la verdad
y no haber dejado
todas las veces que una ausencia,
leve pero tupida,
marcara el ritmo con el vivificante
elixir de lo imposible.
Y hoy no concibo el amor
por el amor,
ni la alegría por la alegría,
ni la tristeza por lo imposible,
y la cicuta que día tras día ingiero
ante la asamblea de los ángeles
ha tomado el sabor anodino
de un fármaco genérico.
¿Cuándo perpetré mi traición?
¿Entonces al dejarme embaucar por la verdad
o ahora dejándome secuestrar
por este desengaño farsante?

Duda.

Tu mirada es muy triste. Tu tez, cenicienta.
Tu belleza, desgraciadamente indestructible,
se corrompe sin fin.
Es evidente que la vida te ha tratado mal.
Me miras. Te miro. Nos sostenemos
la mirada hasta el rubor,
en sucesivos bucles temblorosos.
Los dos nos preguntamos si el otro
nos recuerda  o nos desea.

Otra mañana de domingo.

Otra mañana de domingo.
Perfeccionar una metáfora.
El ruido lejano de los motores solitarios,
que no se deciden a ser
el tumulto empobrecido de las horas.
Mañana de domingo.
El gorjeo de los estorninos no recibe
la respuesta por la que parecen clamar desesperados.
La mañana pesa y el sol ejerce inmisericorde
su derecho bestial de patronazgo.
La luz merodea lugares
a donde nadie se dirige,
porque ya están todos allí, espesos
como el humo de un incendio,
asidos por sus garras
a la tierra amarilla de una patria.
Otra mañana de domingo.
Perfeccionar una metáfora.

Os entiendo.

Grietas del inframundo se traslucen
entre las copas de los álamos.
La tierra amarilla es cada vez más mi patria.
En ella soy extranjero. El extranjero inmóvil.
Todos parecéis gozar de algo que no comparto.
Y os entiendo. Maldita sea, si os entiendo.


Mi cuerpo no ha podido
fundar en la pasión
todas las razones,
ni el gobierno del conocimiento
ha sido capaz de tomar el timón de mi vida.
El cansancio se parece cada vez más a la muerte,
como el rumor sordo
que precede a la armonía.
Nada sustituye al coraje.
No es posible una vida digna
sin la derrota sembrada
sobre el estiércol de la hazaña.
No hay atajos en la interminable tarea de despertar.
No hay sucedáneo para la conciencia
de la muerte.
Restarle al verbo su melodía,
la sonrisa recíproca del mundo
ante la algarabía de la ignorancia y su salmodia.
Ungir las palabras con carne y soledad.
Exigirse el desconcierto indignado
cuando se contempla
la cháchara complacida de los otros.
Nuestra era no es la de la bohemia,
aunque algunos estajanovistas pedigüeños
se afanen en construir esa impostura,
como imagen corporativa.
Pero nada celebramos de la esperanza
ni del conocimiento.
Nada esperamos de la altivez
y de la cólera.
La embriaguez no nos hará sabios.
Estamos al tanto.

Moral simple

Tiemblan las epopeyas
en el ápice de la mentira,
y la fruta regala sus colores,
y las aristas de la tiniebla
se degradan en escritura.

Qué martirio en el sosiego,
qué lamento por la paz
enconada en los sedimentos
del limpio ulular de las sangres.

Miramos al futuro con ira
para ver escenas de amor
y las encontramos embriagadas de presente,
con los labios mordidos por la dicha.

La codicia se hace dueña del enigma
y ya no somos sino espuma,
baba de héroes sobre la sangre
salpicada por los pies del peregrino.

El deseo y el recuerdo son la existencia.
Allí las escenas son admirables.
Las sensaciones, soñadas consistentemente.
El tiempo, sólidamente impenetrable.
El hábitat natural de la muerte
no puede ser otro que el ahora.
Arena que escapa entre los dedos,
sin más esencia que la podredumbre en fuga.
 

Tiempo perdido

Hay tanto tiempo perdido
en cada infancia;
tanto azul marino,
en aquel uniforme de colegiala....

Desconozco la intención de tus brazos
cuando abarcaban la cintura del destino.
Hoy te veo tras el límite
fluorescente de tu ahora gris
y sonríes,
sin la más mínima reserva.

Me desconoces y sospecho
mentiroso que aquel amor tan tuyo,
que nunca me devolviste,
                               puede
ser la razón de la luz en tu entrecejo
persignado por las cruces
de ceniza del presente.

Y me acecha la certidumbre odiosa
de que los milagros son del tiempo...


Escribo esta maraña de signos,
esta deriva sin límite,
porque me inquieta la luz.
Quede claro.
No me va la vida en la historia
de la literatura,
pero mantengo la hipótesis de que
en el devenir de todos los decires
podría encontrarse alguna clave de mi acaecimiento,
singular e indeterminado,
nombrado, tal vez,
como infortunio.
Si en la historia de la poesía puede
estar cifrado un saber sobre la luz,
que es la causa de mi desasosiego,
ello implicaría la fantástica creencia
en algún poso residual de naturaleza
compartida entre humanos.
En voz baja.
Esa es nuestra mitología:
el consuelo hermenéutico,
la narcolepsia deconstructora,
la humillación de lo evidente
ante la ciencia del tiempo.
Es de lo único
de lo que no nos está permitido dudar.

El poema y los verbos

Hay una ética imperativa
en la conjugación de los verbos.
Siento no poder conjugarlos
en primera persona del plural,
como tantos
de mis contemporáneos líricos.
En las tragedias y los cienos
que nos dignifican
somos siempre únicos.
La muerte me acontecerá a mí solo.
Los humanos no morimos,
sólo yo muero.
No podemos imaginar la muerte,
porque  la imagen es al menos para dos,
el icono clama por el clan, por la naturaleza, por la especie...
No creo en los himnos,
aunque algunos me arrebaten de nostalgia;
reservo mi fe para el pensamiento,
porque el corazón no late de palabras
sino de la efusión de flujo sanguíneo.
No creo en los dioses que habitan
en el hábito pervertido de contemplar
las cosas que cotidianamente vemos.
En la mirada no mora dios alguno,
sólo el canto, la escritura, la nada.
Sólo concibo el poema en primera persona
del singular de imperativo.


Gotean los vértigos como un murmullo:
es el pánico por que la alegría
pueda ser moneda de cambio
en el negocio de la paz de espíritu,
es el odio al deseo
y el amor sereno y profundo
a la traición
y a su justa y cálida recompensa.
Ya no debería ser éste
el tiempo del sacrificio,
sino del deber y el goce.
Que la verdad sea mundo
habría de ser la única
voluntad de dios.
Y no este goteo temido
de una velocidad incierta.
No tenemos ningún motivo
para depositar una sincera confianza
sobre lo obvio.
Pero descubrir que las cosas
no son como uno ha decidido,
como uno las ha pensado
con la esperanza de que jamás
vuelvan a exigir ser pensadas,
y poder confinar así la verdad
en la jaula de la acción…
Los débiles y los sabios compadrean
con la misma infundada esperanza.
El mástil gelatinoso de los preceptos,
esperando que nunca más el viento
desciña su cabello fuera de su urna.
Tenemos el deber de detenernos
ante ese abismo  voraz
en el que la experiencia pudiera
ser engullida por la sabiduría
y destronar para siempre a los oráculos
al usurpar la razón mecánica
las entrañas del deseo.

Error de ubicación

Descubrir que la vida consiste
en satisfacer estándares, en cumplir modelos,
con la carne pudorosamente aparcada
fuera de la escena.
Aceptar que el coraje,
el sacrificio y la inteligencia
son virtudes de troglodita zafio
frente a la trama del mundo,
descifrada desde siempre.
No hay derrota más amarga
que verse obligado a darle
la razón a la gente sensata.
Es un sabor distinto al corte
de metal frío del fracaso,
que no nos quita la razón
con su victoria.
El mundo se ha equivocado de sitio
¿Qué voluntad perturbada
lo habrá colocado ante mis ojos?

Convenio

Compréndeme, por favor. Comprende
que necesito odiarte.
No es tan extraño lo que te pido.
Has venido a este mundo
a encarnar todo lo que aborrezco,
pero por encima de todo
la ignorancia de ti misma.
Ignorancia herida, ésa es tu maldición.
Cuando te miro y sabes
que te odio y te desprecio,
que conozco tu secreto,
que sé que sabes que sé,
mi alma se siente atraída
hacia el placer de la venganza helada,
pero pronto se retrae
ante la repugnancia de su tacto viscoso
de reptil inocuo.
No, no soy feliz odiándote.
Ni tú, compartiendo el destino de odiada
conmigo.
Pero no podemos hacer otra cosa.
Sobre todo tú, no puedes
despreciar la ignorancia y decidirte por la herida.
Deja, pues, que te odie
y te sirva de coartada.
Nos podemos ser muy útiles.


Al principio quiere uno
perfilar allí su ser.
Luego se conforma con que suenen:
la monumental deslealtad de la armonía.
Y luego uno delega
su ser en esa armonía:
cobarde, acabado, mendaz y traidor.
Miserablemente humano, heredero
bastardo de la gloria.
La sabiduría de la lengua
no consiste en encontrar
qué palabras nos expresen
sino en detectar
las oquedades del discurso,
la suspensión sagrada del sinsentido,
herida línea de flotación del habla.
Y entre esos vanos,
deslizándose como una sierpe,
saber ir depositando
lo que queremos resguardar
de la rapacidad del género humano.
La verdad no está en las palabras,
sino en las madrigueras que nos obsequia
la maldición de su fuga.
Y a las que accedemos
como reptiles hambrientos.

La manía de sobrevivir.

Y busca uno un pacto
de lujuria con los días.
Un ardor que ría
el vacío de las derrotas.
Una jornada sin más horas
que las horas vivas.
Un antídoto
contra el veneno de las horas.

El sinsentido de que dios nos ame
es causa del mundo.
Y no sabremos nunca
pensarlo de otra manera,
no hay otra explicación lógica
para este infausto espectáculo
del mundo que existe.
El mundo siempre nos mira directamente.
Pero para oír su crujido insignificante
hay que cerrar los ojos,
huir de su mirada de Medusa.
Puede que entonces, oyendo
cómo se sostiene
su chasquido sin mensaje,
estemos vivos para el deseo
y podamos entender
que los demás, fuera de escena,
se apliquen en no dirigirse a nosotros,
que solemos oír tan sólo
voces que nos incumben.
Porque la sangre deseante nos resucita
cuando golpea la terquedad de los tímpanos.

Día roto

Años después de haber emitido
solemnemente el dictamen
de su inexistencia,
de la plena suficiencia
del mundo
regado por sus inagotables pozos
de amor oculto
y propagado como un vicio
cálido a la atmósfera,
yo un día,
un aciago día roto,
descubrí que dios no me amaba

Aquel día se reveló viva
la luz de las cancelas
y el amor se encarnó en palabras mudas,
y se licuó el espanto,
y me hice para siempre
cobarde mucho tiempo.

Aciago amanecer el de mi hombría,
sucia de grumos de tragedia,
de luz, de luz y de más luz
de agosto y de miseria
con la que el mundo me abrió de golpe
sus entrañas muertas.

Aquel día dios bajó a la tierra
a comunicarme su recíproco desprecio,
a silbarme en el oído
con la más ronca de sus carcajadas negras:
ahora sabes además que no te quiero,
que mi desamor por ti
es el único motor del universo.


Hay una lógica
estrechamente ligada
a la ficción de un amor
cuyo precio es
que en el desorden de los dichos
se encierre un secreto,
y la cesión de todo afán de belleza
a cambio de un compromiso insólito
con la vida y sus carencias,
que nos permita repudiar cualquier atadura
al volumen del mundo.
¿Por qué ahora no?
Espero, finjo el tiempo y lo finjo loco,
pergeño un lugar incómodo
aterrado de la anchura del cielo.
Destruyo la bondad del espacio
hospitalario
con el fin de masticar
la planicie de las horas.
Es desolador pensar
que este cuerpo enemigo
en que consisto
es tránsito obligado del amor,
que el cuerpo delicioso
que deseo
contiene el desahucio de un alma.
Tu deseo, tu espíritu, tu rabia
por no tener la llave del cosmos
me garantizan la verdad del poema.
Buscar en él propiedades balsámicas,
la blandura del consuelo,
tal vez conlleve renunciar
a su carácter redentor.
No es una corrupción exacta
la que me detiene.
No sé a qué debería de renunciar.
El sacrificio es oscuro.
Los sueños me han prometido escucharme.
Puede que haya que empezar a dirimir
el equívoco criminal de la inocencia
y distinguir el vacío
del goce rebosante de la muerte.
El espejo, de su reflejo en otro espejo;
el abismo, del vértigo del abismo;
las paralelas, de su huida convergente;
el sinsentido, del rumor.
Lo único que sé es que he estado buscando
escuchar el enigma cifrado en mi boca
sin decir que esta boca es mía.
No puedo cometer
la inocencia tardía
del tránsito sin remordimiento
y pretender gozar sin pecado
el fruto del árbol de la ciencia.

Paisajes del silencio

El deseo de asilarse
en una eternidad pretérita.
El silencio de los sarmientos
perpetrando la embriaguez.
El amarillo de los tilos,
que sueña con besos de asfalto.
La linde de las comedias,
que lame la sal de las lágrimas.
El vidrio entristecido
de las urnas horrendas
en que yacen tristes amantes,
vivos alguna vez.


Escribir en un papel lo que ha de estar
escrito en la carne es necia
pérdida de tiempo.
La carne sólo admite
la matadura del silencio.
Monumentos reducidos a escombros
y soledad
entre luces de iglesia.
No he podido venir hoy.
Nada me detiene.

Fe

En algún momento me rendiré.
Lo sé a ciencia cierta.
Seré vencido y volveré
a respirar las fragancias del mundo,
que se ofrecen.
La derrota es un silogismo
inexorable, sin excepción.
Pero, como toda operación
lógica, necesita del tiempo.
Las certezas no son gratis,
ni el espíritu permite atajos.
Y la vida se va escapando
entre premisas que se resisten
a encarnarse en la historia,
entre enunciados impermeables
al don de la palabra.
La verdad odia al presente
con una pasión ancestral y herética.
Se niega irrefutablemente al goce
del acto deliberado. Espera,
con toda su mala sangre,
a cristalizarse en la consumación de un hecho.

Lunas enfermas

Remontan hacia el ácido
que esquilma la coraza.
Un cristalillo se quiebra.
Su tintineo es inaudible,
sólo percibimos
la catarata hemática que provoca
su rasgadura en el pecho.
Ya el futuro,
estancia clara hace apenas un instante,
abandona la lenta navegación
de las carótidas.
No sabemos por qué el aire
ha dejado de correr,
por qué el fresco amor de la vida
se perla con oficio de abrelatas viejo.
Pero ha sucedido, ahí está.
Los dos satélites invertebrados saben
que su pasatiempo es una pátina oscura.
Ya no sirven, están tullidos.
Ya no orientan.
Los ojos congelados,
como dos lunas enfermas.


El sentido y la emoción
rara vez brotan de la vida,
sino de sus representaciones.
La necesidad de existir con la vida
me empujó a ellas:
he durado para escribirme.
No otra cosa es hacer
del deseo causa eficiente.
Pensar en tu mirada,
anegada de lágrimas sentidas
con sentido.
En tu sonrisa enferma.
En la llama que abraza tu tórax.
Y ver que el rayo de luna
adorna lo que intoxica.
El arte del poeta
es el de lo que nunca ha sucedido.
Libre de la inerme estulticia de los hechos.
La verdad no acontece,
es sólo un guiño casual
de los símbolos a la nada.
La verdad es insensible.
No hay manera de incorporar
su imperio desolado
al mundo populoso de las sensaciones.
La verdad no nos sorprende.
Nos prende simplemente.
Cuando sentimos otra cosa.

Momentos

Hay momentos extremadamente grises.
Tiempos comatosos
que se sustraen a la metáfora.
O al entusiasmo y la pasión,
sus sucedáneos
El espíritu ha desertado
y quedamos en manos
de una vigilia anciana y somnolienta
que pellizca la carne con su lascivia fofa.
Y riega con una baba hostil
la anchura inabarcable de los segundos.
La huida no seduce.
El amor no acompaña.
El oxígeno se nos antoja
elixir de los dioses
y el llanto una solución banal.
La tarde es gris.
Gris hasta el extremo.
Insignificante hasta el extremo.
Verídica hasta el extremo.

Las flores y el mundo

No puedo evitarlo, hay muchas flores que me parecen ridículas, de un descortés que merecería una venganza fiera. El colorido del rododendro o la poinsetia, por ejemplo, son una exhibición ominosa de su carencia de cualquier escrúpulo y decoro.
Sigue siendo bella la rosa, fractal o poliédrica, y la flor del incienso, de una delicadeza de otro mundo.
Cuando me asomo al balcón, busco su fragancia. Y encuentro la soledad mortífera del parque y el solar.
Vivo frente a una plaza suburbial, casi inhabitada. De madres ocupadas, padres vespertinos y graffiteros zafios, que pintan como escupen.
El otro día leí en un contenedor de la basura: “Perdóname, mamá”. Un tatuaje sobre heces, que hacen las veces de piel de un vecindario cuyo destino ha de ser una condena a perpetuidad en un presente diluido, que se corrompe en un futuro sin contemplación ni espectáculo.
La gente no pasa por mi plaza. Permanece un instante y se disipa. Sus voces son engullidas por la espiral del viento y el ruido del tráfico más allá de un horizonte aplastantemente cercano. Sus carnes y sus fuerzas, por el trabajo de todos los días y la tarea de merodear su desvelo alrededor del cuerpo creciente y el cuarto menguante de sus hijos.
Los versos aquí huelen a hojalata y a polímero, a cada día y a honradez. No a pétalos
 
 

A modo de himno

Espero. No soy un tipo infeliz.
La soledad me comprende,
hace parte de mí.
Siento que los amos a quien sirvo
no son especialmente crueles.
Los he tenido peores:
he sido un esclavo insigne.
No me arrepiento
especialmente de nada.
Reconozco el ritual atávico
de la muerte cuando acecha.
He aprendido,
tras muchas veces de sucumbir a su aquelarre,
cómo sortearlo y sobrevivir.
Tengo sed de amor y de conocimiento.
De intervenir en las vidas de los otros.
Mi cuerpo se sostiene con esfuerzo,
pero se sostiene.
Los trenes perdidos han dejado montar
en sus estribos a la melancolía,
que se aleja con ellos.
Garabateo signos.
La desesperación no es
un vacuo gesto estético.
Es la comprensión de la nada
que acompaña incluso
en los momentos mejores.
Mi dolor no es rencor
ni amargura;
en todo caso, honorable sed de venganza.
Estoy comprendiendo mi soledad,
voy haciendo parte de ella.

Yo no soy ese tibio decapitado
que pregunta la hora,
en el segundo entre dos oleadas.
La catacresis funda la autonomía del verbo,
como un esqueleto presta su forma
a las hilachas de un viejo sudario.
No soy el desnivel suavísimo por el que rueda
el aire encerrado.
El cristianismo sirve
de semblante a mi extinción
esperando su pozo,
donde morir sobre una rosa
sepultada.
No.
No soy el color rojo,
ni el rosa,
ni el amarillo que nace
lentamente.
hasta gritar de pronto notando la falta de destino,
la meta de clamores confusos.
La lógica, muerta a manos de la coherencia,
funda un deber
y pretende colocarme inamovible
en la posición del esclavo.
Más bien soy el columpio redivivo
que matasteis anteayer.
Soy lo que soy.
Mi nombre escondido
entre la legión de lo pronunciado
y la desdicha de su consistencia
imaginaria.
Las convicciones son
el ruido sordo con el que se entrechoca
la agilidad o la vida
o la ignorancia.
Contra la punzada
cotidiana
que provocan el vacío y la muerte,
he intentado obrar el sortilegio
de cifrar lo vivo
en una significación secreta.
La labor arqueológica se disolvió
en la masa líquida de los años
y busco ahora un enigma que me hiera
sin relegarme al papel de propietario,
que, sin hacerme humano,
tampoco deslegitime
mi dolor.
Toda la disyuntiva se estructura
alrededor de un núcleo
de decepción sin sujeto,
decepción a la busca de su decepcionado,
que huye respetuoso
y cobarde.
Aún no viril.

El secreto de la vida

Un par de veces me he decidido
a promulgarle a la vida su secreto.
Lo único que he logrado es obrarme
un narcisismo a conveniencia.
Los eclipses de mi carácter
pueden pasar por noche oscura del alma,
a poco que un día cualquiera me levante
con un cierto aliento épico.

Terror

Tengo terror a que Dios
se ponga de mi parte.
Porque ello estrangularía el placer y el horror
de vagar entre las escrituras
caprichosas de las estrellas.
De que ninguna luz sea la luz.
De que el ahora sea la hora.
De que la verdad despeje el horizonte
de la muerte
y muestre mi camino hacia la nada.
Ese camino que será al fin el mío, y sólo mío.
Cómo me agarro a la viscosa superficie
del ahora interminable, a la escena acogedora
del infierno que se entrega.
Cobarde maldito.

No siempre

No siempre he fracasado.
No siempre la escena del mundo
ha dibujado el polo opuesto a mis fantasías.
No siempre he reconocido la verdad
cuando la he mirado a los ojos.
No siempre los mentirosos
han conseguido engañarme.
Ahora
tampoco es siempre.

A mis hijos

Tal vez, la vida sea sabia,
y por eso no me ha dado hijos.
Porque lo que yo le inculcaría
a un hijo es que huyera
de cualquier pasión como alma
que lleva el diablo.
Que acomodara
su existencia al descanso,
que dejara un lugar al hálito
fresco que esponja los pulmones
y da apariencia de juventud.
Jamás la obsesión, jamás la gloria,
el deseo, un objetivo,
ocupen un segundo
tu conciencia, hijo mío.
Desmerece del fantasma
de tus abuelos,
gánate el desprecio de tu padre
y sé sencillamente feliz.

El deseo no es nunca coherente,
sino inexorable.
Si se capta esta exquisita diferencia
se está mucho más cerca
de haber comprendido
el secreto fundamental de la existencia.
Esto es, que no hay ningún secreto.
No hay mecánica de la supervivencia.
Sólo hay enigmas dialogando entre sí.
De enigmas está hecho el presente,
desde que la renuncia es imposible
sin sacrificio.
¿Por qué tanto dolor de abandonar
aquello que no se desea?
¿Quién nos suplica
el diezmo del deber?
¿Por qué este llanto atroz
por una mujer a la que no amo?
¿Por qué este amor salvaje
por una mujer a la que no deseo?
¿Por qué la luna nos mira
con su carita de niña difunta?
Y la espera.
Esos tiempos algebraicos
en que lo único que se puede hacer
es esperar.
Llenos de electrocutadas metáforas agrarias.
Mirar al cielo. Pedir lluvia
para que el fruto,
sembrado con tantos sudores,
germine.
Pero yo vivo en la ciudad
y las cosas que suelo desear
tienen un techo con qué cubrirse
y una adecuada estructura
de conducción hidráulica
que las abastezca.
Mi tirano es descortés.
No tiene la decencia de disfrazarse
de deidad ni de intemperie.
No respeta los ritmos de la biología,
ni de las estaciones.
No escucha las oraciones.
Todo delirio de grandeza,
todo deseo, es una interferencia.
Los suprimo. Me quedo quieto.
Intento sentir.
Sólo lo que hay. Sólo lo que no se ve.
Quiero extraer la pulpa de mi cáncer.
Espero.
Sólo consigo musitar el mundo.
Cuando intento representarme, soy mundo.
¿Por qué me duelo?

Sueño de pertenencia al mundo 1.

Había perros y un mandatario entrañable,
de no ser porque era homófobo.
La lealtad se desprendía de los lechos de la letra.
Una media puerta de corral,
mal cerrada, de maderos irregulares
y carcomidos,
impedía tanto mis pasos
como las mordeduras de los perros.
En la estafeta de correos
había que recoger un paquete.
Un saber sobre el inconsciente,
creo recordar.
Estaba envuelto en cuerda de pita
(áspera, abrasiva, mala para ahorcase)
y papel de estraza.
Yo me había presentado a verte.
A qué demonios negarlo,
fantaseo contigo. Pero tu mirada triste,
tu piel morena y tu espalda huidiza
me decían que eras prohibida.
Hasta ahora sólo he querido de ti
las cifras de mi futuro.
Ahora te deseo y te presentas
como un personaje de novela de posguerra:
con un gabán raído,
una hija que proteger
y un mastuerzo que te proteja.
Yo daba excusas imbéciles a tu madre,
después de haber hecho cientos de kilómetros
para presentarme en tu casa.
Un grupo de periodistas en tertulia
contaba un chiste de maricones
que decían haberle oído
al león uniformado,
con su habano y su agreste barba.

Sueño de pertenencia al mundo 2.

Madreperlas devoradas
por caballeros de raídas gabardinas.
Esta tarde piensas en ellos
con tu copa de licor del cárpaso en la mano.
Es una fantasía muy común, por lo que veo.
Me encomiendo a tu memoria.
Es lo único que puede salvarme,
llegados a este punto de no retorno.
Por lo más sagrado te lo pido:
no me expulses de tu recuerdo.
Ódiame, al menos. Ellos lo sabrán.

Sueño de pertenencia al mundo 3.

Hoy los que piensan el mundo
lo hacen, más solicitados que solícitos,
entre conferencia y comparecencia,
en los aviones y aeropuertos.
¿Qué podemos esperar
de esa premura
henchida de tiempos muertos,
de esa conciencia de ermitaños
congregados en el frío?


Miro.
La escena debería ser símbolo.
De nuestro desamparo ante la pericia
de lo universal para imponerse.
Pasa de largo la sedentaria morera.
Sabe que será pasto
de las alas del gusano.
Noble destino,
cubrir tus hombros de leve caricia.
Aunque no sepamos
por qué se atraen los cuerpos
estamos autorizados
a fingir que sabemos
cómo son por dentro.
Como los objetos caídos,
que, al ser contemplados bajo el agua,
convierten el tiempo en letra
o en piedra dulce o en dibujo,
y la impaciencia
en la virtud que anima
los aquelarres de los fascistas.
Cuando se ha decidido enfrentar
la muerte y el vacío
como nudos conceptos,
como descarnado esqueleto
de la nuda vida,
no queda lugar para el goce convicto
de los ritos iniciáticos,
ni para las lecciones morales
que se deducen de la simbólica de la experiencia.
Sólo queda explorar
la catástrofe común de la lengua,
la tragedia cósmica de la semiosis,
que nos exilió del universo.
El caos siendo mío,
para que pueda ser
revolucionariamente nuestro.
Queremos una revolución que libere
a la soledad de la muerte,
sin la ciencia de un cuerpo
traidor entre la oscuridad
multiplicada de los espejos.
El orden ya no es el de los hechos
sino el de los signos
en su ejecución del mundo.
La oquedad tiene pliegues
y un dibujo que disminuye,
y los trozos de la aurora
perfilando un contorno álgido,
abrupto e indómito,
rebelde a su fondo.
La belleza llameante
del trazo,
el amor angosto del abismo
expeliendo la visión
y fundando la mirada.
No sólo hay la lubricidad del tormento.
No es sin figura, como mínimo, la luz.
Hoy no siento la inminencia de la muerte.
Sólo me alcanza la llaga
de la nada viva.


Fin


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