miércoles, 26 de marzo de 2014

El Vacío y la Muerte. I Entre espejos.

(Aquí se puede acceder a los epígrafes y la introducción)

El Vacío y la Muerte




I. Entre espejos.

El pánico era rojo,
mientras lo milimetraba
la sed,
cómplice de nuestra inocencia.
Ya va siendo hora de constatar,
con calmada derrota,
que nunca hallé la pasión
que me elevara a juez del mundo.
El distrito de la gloria
habrá de ser sobrevolado
desde la nave de la desgana.
La poesía tiene un centro frío,
porque procede de un cálculo azul
de la belleza.
Tengo miedo donde la vida
se evapora
en un designio de calambres tristes,
mecánicos.
Nada es supurado en forma alguna,
nadie calcula tan bien como un suicida
(si es honesto.
Sólo,
si es honesto.)

Cuestión de orden

¿Precede el goce a la nada? ¿O la nada al goce?
¿Me lanzo a la autodestrucción hasta quedar exhausto
por miedo a la verdad de la conciencia desamparada
en su propia especulación vacía?
¿O es la pulsión la que ocasiona
el horror del solipsismo insoportable?
Tomar una decisión definitiva e irrevocable
sobre esta cuestión.
Para degradarse con orden,
disciplina y coherencia intelectual.
Ya está bien de adánicos desmanes
¡Hombre! Que no somos bestias.

El tono de este poema,
en absoluto ha de sonar trágico.
El vacío y la muerte no son
sino el alma venial de lo cotidiano.
Enunciados así, emulando
una especie de mítica dicción directa,
sin vuelo en el verso,
sin metáfora, sin temblor, sin hallazgo,
ni enigma,
evocan un padecimiento puro, sin caricia
que lo disfrace, desconsuelo
de la vida sin fricción con la vida,
prodigiosamente capturado
en una ideación cabal.
Nos entendemos,
no gozamos sin más:
ésa es la imagen.
Lo que tal vez deba inquietarnos
es que haya sido posible
enunciar nuestra punzante extranjería del mundo
de un modo tan abstracto.
Cada duda, cada reptación,
cada desfalco al sentido,
cada empalagosa pleitesía
al tedio
campan por este borde del relato
que es la conciencia atrapada
en su habitar otro segundo,
que se suma a los vividos,
que los sustrae de lo eterno,
que busca la sensación que lo distinga,
que se llora vigilia en exilio de la vida.
El vacío es el lugar del encuentro
de sí mismo consigo en la metáfora
de la conjunción perfecta entre dos espejos.
Sin límite. Sin prisa.
Negociar con lo sagrado
para no tener que lidiar con la inmundicia
lípida de lo lento, de la vida
que no se deja atrapar,
de la quietud,
de la costumbre inveterada
del suicida.
Sí, sí: examen de conciencia.
Llegar a la madurez con la absoluta
convicción de que no hay
inercias de la ética.
Todo ha de ser repensado en el frío
contacto
en el que las superficies
de los dos espejos,
que gimen por un cuerpo
con el que sostener una cópula
en su embriaguez abismal,
pulcra adherencia de la nada
con la nada, infinito simétrico
repetido en sus reflejos
de negrura convergente,
cumplen su cierre perfecto
sin la emergencia de ninguna figura
que denuncie rugosa,
repeliendo la luz,
que no han consumado
su acoplamiento sin relieve,
su mansa colisión hermética.
No hemos de buscar otro nombre para
este poema sin límite.
Que su título siga siendo
el vacío y la muerte,
que nada sirva de carne vehicular
a la indignidad de lo abstracto,
a la impiedad de lo geométrico,
a virilidad sin descanso
de lo que no es.
Indagamos
toda la complejidad constructiva
de una metáfora
que nos pueda rendir cuenta
del sinsentido, tan lleno de vida
(porque ¿qué, sino vida, puede ser
esta falta ulcerante de paz?):
la nada tunelada en el abismo,
la nada
resuelta como falta de luz,
como dolencia infinita y simple,
como la indiferencia y sus misterios.
Construir,
con el discernimiento de quien comulga y sabe,
los cimientos de la inquietud.
Porque el vacío y la muerte
no son más que la causa
de esta inquietud peregrina de lo vivo,
cada consonante,
acompañando su manar
de sal y sangre,
hace de la piel el lugar de lo sin nombre,
del parloteo que se escande
en cada partícula oscura.
De lo que hablamos no es de una grosera
cadena causal,
por ello no podemos contentarnos con
nombrar su origen:
el vacío, la muerte,
prenden una serie heterogénea,
no nombran a la nada viva,
sólo la subsumen,
hipotácticamente resguardada,
en nuestra dicción sin límite.

 

Presente perpetuo

Hoy sé que no me sonreirá el destino
y mendigaré a los oráculos
la pasión de su mentira entusiasta.
No es el miedo a la tragedia,
al azar de la muerte sin causa,
es el pánico a la eterna
costra grisácea del presente,
a la tediosa mueca
del cotidiano perdurar,
al tiempo que se acaba
y sin límite, tregua ni perdón,
                               se acaba,
al morir que palpita en el recodo
de cada segundo que con melindres
de innoble cortesano se me entrega.

Dios, cómo odio este morir
que me languidece,
este vagabundeo exánime,
cómo odio este presente
que perdura sin aura en el olor
a odre de existencia vieja,
esta ausencia de amores, o peor,
la albricia desabrida de los amores repetidos,
de la mirada sin mirada de los otros,
este saberse el blanco de la glaucoma amarilla
del destino,
siempre
desatendido por el flujo de los seres,
desdeñado por el imán radiante
de las trivialidades comunes,
ciego y sordo menos
para el portento engullido de ese espejo
que me devuelve surcos en la frente
y canas de lengua amarilla,
y con pesares de presencia me devuelve
un presente que presiente
y que no cesa.

No es envidia por el júbilo de otros:
tengo una certeza,
delirante casi,
de que mis apuestas son, sin mácula,
la pantomima épica con que disfrazo
una necesidad,
una elección ya para siempre consumada
en un ayer inalcanzable.
Tal vez, tan sólo escribo
para hacer del mal un absoluto
y arropar
esta banalidad de mi sino,
este lastre flamígero
del descarnarse repetido de lo eterno
en la acidia
excluida del mundo y sus deseos,

en la esencialidad vacía de este ahora intransitivo,
en la ausencia de amor en este presente ubicuo,
en esta identidad inmarcesible que no acaba
de florecer y promete
que al menos el azar consiente
un tirar de bridas que se me escapa ahora,
ese ahora que se obsequia y no está aquí,
en las escenas repetidas,
en los instantes que parecen parecerse,
porque el ahora brutal,
la detención
embestida de la muerte,
es una identidad que no conoce
catacumba generosa en que apostar un acecho.

No es la luz, no es esa luz
el espectro que cobija
el parásito de la esperanza,
ese aquí que no es ningún lugar
sino la odiosa conciencia de ser
sepultada en la fatalidad de perdurar.
El futuro nunca cesa
de no llegar jamás del todo
muerto del choque brutal
contra la ciénaga del vómito
del ahora.

La diversión, el desenfreno, la cháchara
que contiene el reflejo cóncavo de los otros
no es consuelo.
Anhelo la conversión,
el cataclismo apasionado
de un reventar de este presente,
de su textura húmeda
y resbaladiza
de cenicienta que suda
en invierno penas de amor una noche.

Dios dame una lección,
una lección de todo este ahora
que hiede
como el tonelaje de las sombras,
que lo oráculos me ofrezcan
el deshabitar del ser,
único ser, del ahora.



El afecto que define nuestra época,
como en otras lo hicieron el amor
a la libertad o la espera
belicosa del reino de Dios,
es el asco
emancipado y libérrimo.
Esa fobia a la deriva
no ama ni odia a su objetos,
los abandona volátil
en su peregrinaje tras el estigma de Caín,
más allá de la vanidad de cualquier lógica.
Y nos hace
vagamente indestructibles,
sedosamente despóticos,
infundadamente inocentes…
Ese asco pasional y fofo
pugna siempre por invadir
el espacio cero
entre las pátinas
de los dos espejos
y usurpar nuestro ser,
al dotarnos de figura
en la que amarnos.
Así, sabemos que la euforia
es el nombre concreto  de la muerte,
como el ansia es el nombre
abstracto del vacío.
Y que no se llevan mal,
aunque rara vez se dejen ver juntas.
Se citan, se acompañan,
se cortejan, se acorralan,
pero rara vez comparecen.
Como la cópula con el intersticio,
como la sangre con el loco,
como la simiente con la luz.
O como la gloria de sentirse perseguido
y la jactancia de ese displacer.
Qué negrura sin fondo
en el encanto delicado
de lo cotidiano.
Rústico, acogedor, sabroso.
Como una vejez sin dolor,
con los cartílagos bien protegidos
contra los estiletes del frío.
Despacio.
Sin vida que perseguir,
sin deseo del que huir,
sin ruido.
La dignidad de la lentitud,
el paraíso de una guarida sin pasión,
la fábula de un anquilosamiento
sin artrosis,
la inmensa paz
de quien no ha de de morir ya,
de quien no ha de esperar más
que otro día
tras cada día.
Llamémosle vacío.
Llamémosle muerte.
Prohibámonos buscar otros nombres.
Estructura y alegoría: aspiración secreta.
Lo sacro supliendo
lo exacto de los nombres,
la carne concreta
enclaustrada en el ritmo de las superficies
que no copulan,
que, por más que lo sueñen, no pueden
copular.
Lo único que podemos
es alimentar el rumor ilusorio que dicta
una cierta facilidad de enunciación
en la intimidad del reflejo
infinito de las dos superficies.
Luego, ya pertenece al ámbito privado
decidir si el marco converge hacia el punto.
Aventuramos que entre las dos superficies,
frígidas como un amor
mediado por la condición humana,
probablemente no se haya infiltrado
ni un resquicio de luz. Pero nada
más podemos saber,
excepto que el reflejo de cada reflejo
no disminuye allí donde un ojo no cae
en la pasión de la carne.
Sin estructura no hay alegoría:
mirada emancipada del volumen.
Calculan los auténticos profesionales de la filosofía
que las teorías nos deben proteger del dolor.
Por eso, mejor que sigamos en el mundo de la idea
hablando del vacío y de la muerte.
Nombres sin experiencia, nudos conceptos
donde la inexistencia estructural
nos iguala.
Esto es lírica.
Una lírica aterrada de la posibilidad
de buscar el nombre y no dar
sino con los estados de ánimo.
Nada más.
Escribo huyendo
de los vulgares sucedáneos de la redención.

 

Acierto

Una espada como un labio.
Un hórrido grito que subyuga.
Un viento que empuja y no acaricia,
negligente con la piel.
El silbido del brujo y la mirada estólida
de los astros desde el cielo. Cosmos
todo que se refugia en una lágrima
y, en el desempeño de ese oficio,
siente que ha encontrado su destino.
Amar a Dios sobre todas las cosas.
Ahora, que he conseguido
ser comprensivo con todas las bajezas,
y desprecio a los héroes
como se desprecia al suicida,
para no imaginar su soledad y su dolor.
Ahora, que sé que la diferencia
que singulariza mi época
es que la verdad de un pensamiento
sólo se detecte
por la comprobación de su impotencia.
Ahora, que pese a haber acabado aceptando
que la serenidad es la más pérfida
de las drogas,
no me siento un desecho
por atreverme implorarla…
Ahora puedo resignarme a admitir
que soy un cobarde
y renunciaré al mismo nervio de la vida
para no sentir el hurgar en el ánimo
de la oquedad robusta
que funda la conciencia.


Dar uno consigo en una soledad
sin fondo,
reverso, ni exterior.
Renunciar a devorar
el límite mismo de la alegría
que se nos rindiera,
a cambio de un mutismo
momentáneo de los órganos.
Parece ser la misión de nuestra época:
inventar formas del callar
que jamás puedan
ser confundidas con el silencio.
Hemos optado por ser honestos y circundar
un espacio en el que no caben los ojos de un testigo:
la mismidad y su náusea,
el sinsentido y sus pulsos.
Pues sabemos que la verdad de las escenas
no ha de emanciparnos,
ni sedarnos la verdad de los símbolos,
podemos permitirnos
darle a la memoria
su justo estatuto de invención,
su dignidad suma de germen poético,
recrearnos en su aroma marchito
de cosmogonía dulzona
y elegir de viva voz la zozobra
simbólica,
bucear en el derrame sináptico
en el que nos sumergió el impulso mortífero
de la supervivencia a cualquier precio
y su negación del asombro.
Porque lo imperdonable de un poema
es un tributo ocasional
al racionalismo comunicativo
que cercene su vigor heurístico:
como la justicia del castigo,
que tranquiliza la conciencia
pero le sustrae la intensidad del goce.
No querer engañarse al recordar
es cerrar a la verdad la puerta.
La verdad es alucinatoria.
¿Para qué demonios la querría
el Universo? ¿Para qué,
la incondicionalidad del Ser?
Nosotros, sin embargo,
tenemos vedado vivir sin ella.
Sin la fantasía de la verdad,
nuestros ojos están huérfanos de causa.
El vacío y la muerte son la residencia
de la nuda vida
cuando el poder no es ya del otro
sino el deseo.
Como el rayo debe advenir
a la descomunal grieta
desgajando su erección.
Se trata de reconstruir
el proceso de nombrar
cuando el entusiasmo de la derrota,
la angustia de la pasión
y el noble horror al sinsentido último
en que consiste la vida
(la conciencia que no se alcanza,
y en ésta su lentitud
inaugura el amancebamiento causal
de la verdad con la nada)
ya no son motor del pensamiento,
garantía de la sustancia,
ni anclaje del sentir.
Las mujeres (determinadas y, para ello, plurales)
se han hecho una (singular y,
lógicamente, indeterminada),
la infelicidad no es el destino,
la felicidad ya no es la espera,
el futuro carece de dimensión
y los espejos se aproximan
hasta comprobar en su acople
pulcro, casto y cumplido,
lo imposible de su cópula,
lo exacto de su límite,
que ni mengua ni es camino,
su lealtad sobrehumana
a lo obscuro.
El término inadvertido de la conciencia
que la convierte
en una operación de sustracción al goce,
en un gemido opaco
como espera de la muerte.
Y que no hay más.
Seguir vivos se encarna en un apremio prescindible,
pero urgente.
Lo que hice no teniendo hijos
no se puede llamar bien,
pero fue éticamente acertado.
Lo imposible se traiciona al encarnarse
en la necesidad de un futuro perfecto,
asertivo: la culpa no habrá sido incendiada,
el pecado habrá de ser meticulosamente construido,
si quisiéremos proveernos
del goce del arrepentimiento.

 

El anclaje de la representación

La verdad duele,
como deben doler
las sienes de los gigantes
o los tobillos de los duendes.

Donde el corazón no existe,
cualquier cosa puede ocupar su lugar
¿Cómo es una realidad sin corazón?
Agradecida como una noche
que por dormir no tiene prisa.

Mi existencia es un error
de un dios pequeño.

Yo no quise mi deseo.


El ogro atroz nos hablaba del poder,
vivía del amor,
escribía de la nada: extraigamos
una lección de esos recuerdos.
(Ogro atroz: designación, epíteto épico: referencia: clave).
La cultura es una fiesta;
el tribunal, la lima de las aulas.
El poema, una orgía
para lúbricos ascéticos,
para solitarios habitantes del tumulto,
no para negociadores
con su racionalidad atravesada entre los dientes.
Si nombramos sin la distancia a la esencia
que es la carne somnolienta del hoy,
si la sacrificamos por
la premura cognoscente del ahora,
¿queda algún lugar para la poesía?
¿El arrumbamiento de los signos
en la textura elástica de lo sentimental?
¿El vacío y la muerte: concepto y estructura?
O tenemos los poemas,
determinados y múltiples,
o un poema único e ilimitado.
Sigue siendo un misterio el
lugar de lo enigmático
como efecto de la forma,
de la gloria sobre la historia.
El lastre de la vivencia,
el peso del sentido,
la levedad de los sentidos,
la mentira de los sentimientos,
la rapacidad de los sememas,
la losa de la anécdota sobre la contingencia
de una civilización y su legitimidad.

Realidad

No debería arredrarme esta plaza
mortificada de soles
tempestuosos que se obstina
en seguir aquí supliendo amores
que han muerto. No debería
lacerarme la reciprocidad ácida
de su sudorosa indeferencia.
No debería doler en mis muslos
castigados el recodo de la escalera
que permanece en su imbecilidad inerte
mientras la siguen desgastando anónimos
pies cansinos, obstinada en ignorar
que su único derecho a implorar,
mendicante y babosa, el dudoso
privilegio de la existencia obedecía
a la misión sacrosanta
de traer hasta mí tu cuerpo amado,
que era de su pétrea textura el alma
ser tan sólo una promesa.

Y ahí sigue la plaza –y sigue la escalera-,
erosionada y virgen tras los años,
como el himen elástico
del universo, con su olor a doncella anciana
orinada, pactando
criminal la permanencia
de ese marchito manojo de ayeres
graníticos en que consisto.
Vuelve tras cada conquista,
vuelve en carne viva,
como el exilio
del paraíso tras cada simulacro
de milagro,
tras cada son,  tras cada después
de las tormentas, tras cada deber
cumplido, como el ardor de estómago,
como la cefalea etílica,
como el placer
del paladar, consintiendo maligna
en el deseo que renace agusanado
de retorno, recriminando
al desobediente su esclavitud viscosa, afeando
al insumiso su actitud suplicante, añorando
la gloria en fuga del nobilísimo desertor.

Voy a orar a todos los panteones que la razón ejecutó
para poder soñar que hay vida tras tu transcurso
inagotable. Voy a dedicar mi historia a llorar tu ausencia,
y así parecerá que has muerto. Te quiero reencarnada,
hermosa y libre en la vivísima esencia
de todos los olvidos.
No te engañes realidad, sólo en ti el deseo pernocta.




Placebos extendidos al sol
en el patio trasero
de las mansiones de los demiurgos,
pequeñas astillas de posibilidad
sajando la piel lúbrica de lo necesario.
Y entonces la gran equivocación:
la pregunta dirigida al destino,
cuando debimos dirigírsela al deseo.
Recuerdos, no del orden de la biografía,
sino de la inteligencia;
piezas bien cazadas
en el coto del concepto.
Ausencia:
eso dice aquí la palabra ausencia.
Haber despreciado lo obvio,
porque nos deshereda.
La nervadura del sistema
por debajo la lenidad ruinosa
de lo cotidiano.
La espalda a oscuras y el deber
frente a los ojos, como un himno fáustico,
como una sicalíptica explosión
de promesas de gloria.
¿Inconstancia?
Voluntad tartamuda.
Un torrente de entusiasmos atragantados.
De retruécanos
extremadamente lineales.
De silogismos sigilosos e inexorables.
De perseverancia minimalista.
Buenos nombres, todos ellos,
para la sublimación compulsiva.

 

Occidentales

¿Por qué no reivindicar el orgullo vital de ser occidentales? ¿Por la simple razón de que  no tenemos paz de espíritu, de que sufrimos de no ver los sueños encarnados en la evidencia?¿Porque tenemos fiel noticia del mal y nos permitimos reírnos de los dioses? ¿Porque nos sabemos eternamente castigados, y sufrimos y morimos buscando una respuesta del destino, al que hemos elevado a la dignidad de voz del mundo? ¿Porque podemos suicidarnos sin necesidad de matar a nadie? Sí, es cierto, nuestras clases dominantes nos han utilizado como fuerza de choque, o peor aún, como coartada para sojuzgar otros mundos. Pero hemos hecho del deseo una moral y una política. Somos cristianos. Porque Cristo nos da las armas para creer que un Dios puede morir por un humano, porque el cristianismo ha sido el germen necesario para acabar arrumbando a la casta sacerdotal, y porque gracias al cristianismo inventamos la humanidad y la ficción apofántica de ser libres. Dejemos ya de disculparnos por no ser insulsamente felices ni lacayos de algún karma. Somos la pesadilla del mundo, el agujero por el que lo real se yergue desafiante contra la omnipotencia ramplona de los signos. Podemos ufanarnos de la casta y el renombre del heroico descontento.


El rumor golpea en ese lugar
en el que el pensamiento
se hace época
y el jengibre lascivia.
La pulsión es el destino.
La felicidad, el oprobio de la reflexión.
Y la metáfora, un vaho leve
y mortecino,
verdín de las horas muertas.
La idea se hace monumento esculpido en las horas,
excavando un hueco de escozor dentro de la nada,
como el dolor de un escarmiento si pudiera
ser sentido por los dioses.
Porque el fluido de la muerte no admite simbolización
cuando su destino es la felicidad
y su catarata de indecentes garantías.
Mausoleo de la inteligencia
en el seno de la sensualidad embutida
de la materia.
Es el vacío intentando acceder a la representación,
el vacío luchando a lágrima viva por pesar,
agradecido a la oscuridad,
que no lo desaloja.
Nombrarlo es la única forma de hacerle justicia
porque es la única manera de evitar
hacerse de él una idea.
Aquí la única justicia posible
es una descarnada inexactitud.
El vacío nombrado
subyace al poema y al concepto
como la nervadura astillada del esqueleto
comba la dermis y la abre a la sal.
La idea pugna por hacerse un espacio
invadiendo la patria del eco:  
por acontecerse  límite
de un oxímoron fractal, de una antinomia delicuescente,
de una verdad muda,
en la ribera del sentido,
en el meollo del aliento de Satán.

 

Yo mismo

Hay un hedonismo de la soledad
y de la melancolía.
Atender a la deriva caprichosa de los órganos,
sin paciencia y sin respuesta.
Escuchar la voz modulada de la piel
cuando sólo la acaricia el viento, embeberse
de los sonidos del viento
cuando es el único hábitat de los ojos.
Intentar responder,
con mesura y ponderación,
a otro distinto del mundo.

 

Soy otro

Me empeño en decir que no,
pero hay veces que soy tan humano…
Soy humano allí donde ningún humano
querría reconocerse.
Donde la piedra del error contrae
nupcias por conveniencia con la arena del tiempo.
Donde las cumbres amoratadas
se divorcian de las estrellas.
Soy humano en los ritos nocturnos, en la sonrisa
de las calaveras, en la sórdida
lisonja al tedio de los dioses.


Hay que agradecer, al fin y al cabo,
este desdecirse de la estructura
en la laxitud mórbida de la carne,
esta nada tozuda que se enuncia
unánime en el poema,
esta distancia tan redentora,
este consuelo en la dicha
pequeña de errar el blanco,
esta oblicuidad de los besos del aire.
La muerte de dios es
la coartada de un orden
basado en evidencias,
la lírica es el alojo de una compañía
disponiblemente eterna,
el antídoto contra el mundo
que esputa sus dialectos.
El vacío es la nervadura que convulsiona
la furia que delicadamente cubre
la otredad de los otros,
luz que excava en la luz.
Escritura.
Pero, ¿y la muerte,
origen de toda posible
sintaxis? La llamo,
pero no la denomino:
la teorizo,
la recuerdo.
No hay un silencio arquetípico,
porque no hay
una idea muda. Cada silencio
es distinto: la fractalidad
magmática
de lo positivo sin tregua.
No leemos ni investigamos
para hallar la verdad,
sino para cernir la articulación angular
de los múltiples orígenes de la mentira.
Para todos nosotros,
ése es el espíritu del sentido.

 

Necrosis

Hay una escritura que a través del balbuceo y de la incoherencia en las proposiciones, -la incapacidad de la oración para cerrarse, para construir la impostura de un sentido- metaforiza el convulsivo desmontaje de la organicidad icónica del cuerpo y la desestructuración del mundo.
No comulgo con esa estética. No hoy, al menos. ¿Para qué una escritura descomponiéndose, cuando ya cualquier escritura es huella de un ser que se descompone?
La incoherencia del mundo y del discurso concierta sus disfraces de un modo más sutil. Con masas de sentido enjauladas y severamente ascéticas. La incoherencia no está en la textualidad acotada; no, en las teorías. Sino en los intersticios indefinidos que éstas dejan expeditos y entre los que circulan.
Las teorías, hoy al menos, están más cerca de las metáforas delirantes que de las visiones del mundo con pretensión de universalidad. Por eso creo firmemente que teorizar es una forma completamente legítima de hacer literatura. Se trata de asumir el desafío de alambre espinoso de los conceptos, que pretenden la epifanía del sujeto en el mundo.
Es por este motivo, por el que se puede decir una escritura evoluciona. Porque las grandes contradicciones se dan en las biografías, no en los textos.
El intercambio promiscuo con uno mismo de sólidas y fundadas creencias radicalmente  opuestas entre sí. Ésa es la grieta en la compacidad del ser que muestra la salvífica capacidad de revelación de la palabra.


Cruzando el mar
lo hemos soñado entero,
vehemente y maligno.
En sus profundidades creímos
que la muerte hallaba su nombre,
como halla un color su límite
y el frío una explicación.
Ser devorados por la luna
es un mal menor:
la revelación de un destino
tiene siempre la textura
de un beso baboso y desdentado.
Soñar el mar íntegro
es lo que nos permite soportar
el hueco eterno
e impenetrable del aire,
tan saturado de luz,
a los cuerpos debida,
por su masa obturada,
por nuestra sangre absorbida.
De la raza de la luz
el aire y la sangre,
me hago amigo de este nosotros
que se me impone
como el límite de un color
cuando el poema reniega de sí
y se repliega hacia el verso.
 

Biografía.

Maldita fue mi vida,
tal vez un día de agosto,
tal vez un día de marzo,
tal vez un día de junio.
Arrastrando mi mirada embobada
y oblicua
por un espejo
que me devuelve
ángulos oscuros
y retratos de muertos.
La vida se me acaba,
las ideas se me vuelan,
los destinos ríen
sobre mis afanes,
y lloran mis desidias
danzando sobre mi tumba
aterradoramente vacía
y gritándome con convicción:
no soy tuyo.


Cada pliegue dérmico
es enclave de un éxtasis
aprisionado como el vómito
en el corazón de la náusea.
Por eso, todos los  goznes del cuerpo
son el escenario natural de los martirios.
Sólo el daño auténtico
es capaz de emanciparse de la jauría de
los conceptos,
de la lluvia en forma bien medida
de estructura,
gracias al único
sentimiento real y salvífico:
el horror de estar vivo.
Sólo merecería la determinación que lo designe
tal goce sin igual.
Toda otra melodía de arquitecturas pensantes
es recusable.
Nombrar no es consuelo.
Aunque la nada diciéndose
parezca refrenarse,
el delito no acaba con la ley,
antes al contrario, la reclama.
Tras cada inexactitud
hay agazapado un querer decir
que exige respeto.
 

Tacto

Hemos lamido el Oriente.
Hemos acariciado sus aguas,
envidiado sus límites,
leído en sus entrañas.
La corola de cada página
se ennegrece.
Signos y fragancias, teces
que suplican la gentileza
de un tacto bestial.
Todas las terminologías acaban
por convertirse en mitologías.

 

Carne ciega

El otro día,
después de más de treinta años sin hacerlo,
entré en una iglesia solitaria y oscura.
Si creyera, diría
que había ido a orar.
Pedía información sobre el destino
y rogaba al Señor
que intercediera
ante mí y consiguiera
que dejara de ser
mi amenaza  más temible.
Yo sería una prístina declaración del principio
de razón suficiente,
si no fuera porque, por alguna razón
que desconozco, odio mi bien
con toda la saña y la mayor
parte de mis fuerzas.
Cuando intentaba dirigirme a ese dios
de mis ancestros, al que no
puedo imaginar la carne (tal vez,
porque la carne no se imagina,
sólo su contorno comprensible), parecía que,
en vez de una evocación a la voluntad del Hacedor,
surgía en mi pensamiento la ironía
de un poema.
No he podido escribir nada
desde entonces hasta hoy.
Un sueño es siempre un destino.
Y en los sueños nocturnos, la bondad
de los tiempos campa por su ausencia.
Es su único respeto.
Cuando uno está bien informado,
eso se conforma en un enigma.


¿No valdría la pena
el esfuerzo de componer
un poema que se entendiera,
que comunicara con sus metáforas
belleza asombrosa y exacta?
Lo exigido a la dicción no atraviesa
los parpadeos de la lengua,
sino que baraja sus muros,
flotantes como polígonos esqueléticos,
ocultando lo vivo
tras su durísima transparencia.
Lamento dar al traste
con tanta sonrisa satisfecha
de tantos hombres y mujeres de bien.
Pero no quiero manchar un segundo
con el tizne artificial de lo sagrado,
sino hacerme eco de las melodías
trasnochadas de la nada, del huracán
de consabidos ceros
tras la maraña tupida
de la sinrazón cotidiana.
Corregiré este poema, sí.
Para que suene, no para que se entienda.
El sonido es más necesario que nunca,
el sonido ha de ser más exacto que nunca,
el sentido ha de sonar más que nunca,
cuando las oraciones carecen de esperanza
y las frases de mundo al que traicionar.
Las levitas se hicieron americanas,
el rubor se hizo oficio
y la conciencia en paz, molécula.
Qué otro trofeo conquistar
sino la gloria de un tiempo lleno y vivo,
ignorante y sublimado,
manso y ceñido.
El abismo se hizo círculo.
No divide, no termina,
congrega en la superficie del vértigo,
construye del límite la negrura,
con manecillas mezquinas
de habilísimo múrido,
de orfebre fractal,
de francotirador algorítmico.
La demasía se hizo recuerdo,
la banalidad, historia,
la realidad, balbuciente melaza …
Las edades y los sexos
circunscriben el órgano:
no hay más forma de ser
que la libertad. para siempre,
hoy igual que ayer,
el cobijo del espejo desparejado.
La identidad libérrima
e irreversible.
Reflejo único y fiel.
Cárcel del sosiego,
ámbito de los trazos,
ventana abierta al mundo,
e, incluso, a otras escrituras.
Ese espacio
en el que lo que no sé
hace semblante del trasiego
insensato de los días,
esos ojos que flotan agarrados
al ansia de suponer que habitan
cuencas propias en un rostro extranjero.
Justo esa intersección infinitesimal
entre la ignorancia y sus figuras
es lo que llamamos pensamiento.
Y actúa como un zumbido alrededor
del volumen de los párpados.
Un zumbido que no cesa
de amamantar el desconsuelo
agrio de no poder ser
acunado por la conciencia,
copulado por la certeza
de sentir su vaho,
su lisonja,
su orientación,
su calor quebradizo y externo,
su fragilidad agradecida y caduca,
su amor al sueño.

 

Contemplación

Contemplaba una lengua, todo él otro,
como se contempla a una compañera madura,
como Dios contempló la creación
en el séptimo día.
Y recordó el caos del lunes, su lengua madre,
como una pérdida de juventud.
Sin nostalgia todavía.


El vacío y la muerte no son el amor
o la destrucción
porque son posteriores a la verdad.
El vacío y la muerte,
cárcava convexa
entre dos espejos obscuros,
son el ruido de fondo de la vida.
Donde la lengua saja la distancia
que nos absuelve del paraíso.
Ejercen como conceptos
sin caricia,
como piel sin anfractuosidad,
como dolor sin motivo,
como odio al recuerdo,
como ansia por lo que vendrá.
El vacío y la muerte no son verdaderos,
dado que ejercen como conceptos.
Pero tampoco son falsos
porque se hallan alejados
de cualquier capricho
de los sentimientos.
El vacío y la muerte son la referencia
de todas las palabras,
porque son la esencia última
de todos los objetos.
El vacío y la muerte
no mienten.
El vacío y la muerte no afirman.
Sólo se oyen. Sin tregua.
Sin tregua de la tregua.
De la tregua.
Se oyen, siempre,
se oyen.

Sin número.

Siempre viví para escribir,
consciente de que ambas cosas
no podían ser simultáneas.
Construí con sufrimiento y esperanza
baldía una existencia.
Creí que la sabiduría
sería su estructura descarnada.
Descubrí que la argamasa
era el tedio,
con una proporcionada mezcla
de sinsentido y de locura.
(Para aviso de arquitectos, anoto:
entiendo por locura las pasiones,
en cuanto que no encuentran
nombre en la razón,
ni misericordia en el descanso)
Espero que los sillares sean
las historias de amor
que he ido viviendo.
Los corredores y ventanas,
la conciencia aguda del dolor
y de la muerte.
Por ellas ha de filtrarse el viento y disolver
la humareda tóxica
de las ilusiones,
alentadas por el tiro
alquitranado del hogar.
Se me reveló con horror
que el conocimiento
iba a ser la ornamentación de la fachada.
La alegoría será, probablemente,
el contenedor ante la puerta de servicio
donde mejor podrán arrojar
sus desechos los vecinos.
 

Arte ecuestre

La piel percudida, seduciendo
los espasmos del diablo.
La sed demorándose, reteniéndose, deslizando
su desesperación de grava y de melaza
por la garganta hirsuta y sarmentosa.
La culpa y la impaciencia se encabritan,
pero el tiempo es un jinete experto
y no se deja derribar.
 

Euclidiana

El deseo es un círculo. Estoy en su centro.
La circunferencia es la piel de una mujer.
Cuando sepa de cuál, el deseo será un segmento.
Rectilíneo.
La distancia más corta
entre dos puntos.
Y entonces ella trazará sobre mí
una paralela a su piel rectificada.
Lo estoy viendo.


Podemos no perdonar
a la nada,
podemos circundar
el agua inerte,
podemos llorar
el fluir de los ríos
de la mano de Virgilio
o de Beatrice,
podemos preguntar la hora
en el segundo entre dos oleadas,
podemos esperar a nuestro amor
mirando disciplinadamente al frente…
Pero el vacío y la muerte
son parte de la vida,
su parte más insoslayable,
su rumor más sordo y constante,
el rostro oscuro de Eurídice
lanzándonos a la nuca
su penúltimo aliento estéril.
Son vida
porque siendo el efecto
último de la verdad,
la primera evidencia de un límite
a lo orondo de del mundo
y a lo soberbio del tiempo,
nos sostienen, con abrazo amante,
en su mismo empujarnos
medrosamente a ella,
al borde del abismo de la culpa.
Hay quien no se cansa de defender
las innumerables ventajas de la estructura
si la comparamos con el pecado.
Es el problema de la eternidad,
que el morir y el no ser conculcan,
que el vacío y la muerte invocan
en el amor, execrable si se rinde
ante las añagazas traidoras de lo humano.
 

Mala suerte.

Crees que la vida no ha sido justa.
Crees que la muerte no fue a tiempo.
Y yo,
que he procurado excavar la fosa
común de los humanos,
no he tenido más cielo al que mirar
que esta tierra,
fría como las heces de los ángeles.
Tu conciencia está tranquila:
tu suerte es mi destino.
Sísifo entre las masas grises.
Arrodillado con mi roca, preguntando
a los transeúntes si han visto
al pasar, tal vez, una ladera.

La sensación es enemiga de la arista,
no porque hiere, porque define;
por la misma razón, la complejidad del amor
se complace en las sombras
y la geometría es el expurgo del alma.
¿Y el cielo y su volumen?
¿Por qué los humanos nos hemos empeñado
desde siembre en ver el cielo plano,
y lleno de signos?
Las transiciones son un peaje innecesario
en el poema,
porque éste no es esclavo de la escena
del mundo
y de sus criminales e impolutas
cadenas de sentido
y acción.
¿Qué es el vértigo si se carece de un cuerpo
en el que hacerse pedazos?
 

El mundo nos deja mirarlo.

Pletórico y aislado
como un niño que imita, absorto
en el vuelo de su mano,
el chirrido alado y hórrido
de un motor que le hace fuerte
frente al mundo inoportuno,
así mira el escriba ebrio la nada
cuando la interroga en su plegaria,
porque el árbol,
como una joven dichosa que despertara
su  lascivia, al ser mirado
con amor, es siempre
la triste sombra de un árbol.

Cuando miramos la profundidad de los objetos,
la trastienda polvorienta
de las cosas,
la tristeza,
la melancolía,
la congoja
vidriosa y el declinar
de nuestras frentes
se convierten
en la tentación natural.

Es el desencuentro
de cada ser con su mirada,
que funda un mundo en la añoranza
del laberinto
en la superficie pura y franca,
circundada de perfumes,
trágicamente plana,
del espejo tras cuyas luces
no habita ningún espíritu
y han desertado, aguerridos
y vivaces, también los cuerpos.

Qué gran honor sería
descubrir en esa nada,
que substancia el desencuentro,
en su odio al tacto y al volumen,
la arquitectura de unos versos
que justificaran la alegría,
el salto jovial hacia el vacío
agradecido del miedo,
y caminar de la mano de la muerte
por la pedregosa vereda del recuerdo
de lo que sin duda resplandece
de presencia impenetrable ante los ojos.

Gracias habremos de dar aún
a dios por nuestra mirada,
a un dios del que sólo tenemos la sospecha
en el hecho frágilmente basada
de que tanto nos cueste morirnos
de esta soledad con que nos deja
mirarlo asombrado el mundo.

La plácida primavera
estimulante de la muerte. El calor.
El movimiento plástico del dolor.
Ademancillos de roedor.
La sabiduría de ocultar los ojos
para que no los contemple el mundo.
Trazos de ceguera.
Serlo todo, en la abolición
de las distancias.
Deslizarse de ráfagas. Crujir de ondas.
Seco.

 

El gozo de vivir

La propiedad de un acto es el destino.
El mayor logro de los hombres,
el invento del espejo,
que les permite soñar
que la mirada es habitable.
Espejos que se violentan
cuando se los fuerza a mirarse
y a saberse laberinto.
Sé de lo que carezco, pero por fortuna es invisible,
como la auténtica textura del cielo.
Callo, pero el mundo no tiene voz, sólo oídos.
Lo que ha de ser hablado se empecina
en ser imagen muerta.
La inmovilidad quiere ser esencia,
pero su esfuerzo no es suficiente.
Los álamos son amarillos,
sin embargo. Y la ruina,
carmesí, como las onzas
en que escandes el flujo de tus besos.
El destino es ser propietario de mis actos.
Cuando uno conquista la propiedad de sus actos,
sólo puede ya legarlos.
Son memoria.
Acabo de escribir un himno
al gozo de vivir.
Pero no era mi intención.
Las palabras, ya se sabe,
tienen tendencia a desertar de las escenas.


Hemos desechado
la comunicabilidad, el asombro  y la belleza.
¿Por qué?
A estas alturas,
cuando ya nos creíamos descreídos
y experimentados,
lúcidos y displicentes,
parece que habremos de aceptar,
absolutamente atónitos,
que hemos tomado partido
por la verdad.
¿Con qué fin? ¿La salud del alma?,
¿el silencio de las células?, ¿la paz de espíritu?
¿Cómo me atrevo?
¿Quién me autoriza?
¿Con qué pesarosísimo oprobio
me atrevo a esperar?
¿Qué danza ensamblan los otros,
a los que no quiero amar
en cuanto humanos,
sino en cuanto otros?
¿Qué guerra ando perdiendo?
¿Cuál de mis causas ha de arder?
¿Qué pliegue impera? ¿El de la piel mordida?
¿El de la conciencia remordida?
¿El del espíritu áspero y complejo?
Elixir sutil que experimentamos
como una cierta exención
del peso de los miembros
en la brisa translúcida
que circula entre las sinuosidades del cráneo.
Un estado de ánimo
no es más que el excedente
de una operación lógica.
Mataríamos por la paz.
Siempre por la paz se mata, ideal maldito.

¿Rey?

Me molesta el sol para leer.
Se mueve por encima de mi cabeza,
se coloca tras mi hombro
y me devuelve mi sombra cavernosa,
o me deslumbra sobre la página.
¿Por qué no puedo someter
a esa infame estrella mediana
a los ritmos y designios
de mi espíritu y mi goce,
a mi ansia fantástica
de un conocimiento placentero?
Y sobre todo...
¿por qué puedo desearlo?
 

La pasión de conocer

El amor al conocer es también una pasión
con la misma dignidad dudosa
que atribuimos a cualquier otra.
Soñar con conocer,
aventurarse a suponer
que el saber del universo,
la música sutil de lo pensable,
puede solicitar su asilo en mi conciencia
con la paz del monasterio,
sentir que el conocimiento,
con artimaña placentera,
me entrega  los secretos
que vadean la llaga abierta
de la vida otra, el amargo néctar
de la exigencia de estar vivo,
el pánico atroz de no ser
en mi carne encarnación
soñada del deseo
que con su acaramelada herida húmeda
sin voces me interpela.

Antes que nada anhelo
un conocer cuyo sosiego
no exigiera que su verdad
fuera demostrada,
pura trama que se ofrece
al otro, y al ser
y a mí mismo nos deja
siempre en sombra.
No busco un gran arquitecto,
la redundancia del sentido,
la exigencia desabrida
de la comunicación y el cosmos,
el descarnarse indeclinable
de la esencia ignota
en la alienación de los conceptos,
sino un conocimiento verdadero
que fundiera mi espíritu
con la otredad esquiva de las cosas.

Ésa es la seducción irrenunciable
que en mí operan
las revelaciones divinas,
la locura balsámica
de la auténtica ortodoxia bella
que no nos entrega el sistema
del universo,
sino la verdad que se esconde
tras las cosas,
un dios que acecha
en lo guijarros,
en los colores, en el humo,
en la pandemia
enfebrecida de los hombres insensatos,
y en la paz imposible
de los observantes de las leyes
que, siendo como son seres fantásticos,
pueden hacer del amor una herramienta
para la felicidad
y el humano gobierno de las cosas.

Con la misma lujuria del espíritu
que me posee ante la carnalidad
rebelde de las cosas,
he confesar también que me arrebatan
los lomos de los libros que se ofrecen
con su secreto rehuyendo la mirada,
con sus colores y cifras, cimbreantes
y solícitos, engañosos,
aparentemente fáciles,
exactamente igual que la banal
y cotidiana naturaleza de las cosas.
El placer de trashumar por los estantes,
de absorber la voluptuosa
conexión de los conceptos,
desvelar y desvelar las trasparencias
tras los embozos de arquitecturas prodigiosas
en las que la luz esculpida de los cuerpos
nos promete
una estulticia desenvuelta de las cosas,
substancia dilapidada en la evidencia
redundante de opacidades luminosas.

Soñar, soñar con el secreto de los entes,
y soñar también con dominar
las estribaciones más profundas de los apetitos,
con la mecánica exacta que anida
oculta en los aconteceres,
con saber por qué me odia mi enemigo.
Ángel custodio, me trajeras
tú precisamente,
sin descuidar en tu anuncio
la misión sacrosanta del sosiego,
el secreto desvelado de por qué
los hombres somos como somos,
de por qué las mujeres no son hombres,
de por qué la soledad no es más que a veces un oasis,
de por qué la multitud es un desierto casi siempre,
de por qué a estas alturas no conozco en lengua alguna
aún los nombres exactos de los árboles.

Pasión la de entregarme
al tul deslizante y lubricado del discurso,
al sobrevolar grácil
de cometa de la metáfora,
por encima de cordilleras obedientes
al verbo exacto,
habitar en sus planicies
de heroísmo sereno
con la prestancia del oficiante al masticar
sin morder la misma hostia.
Fundirse con un dios en ninguno,
sentir en lo más íntimo
la inexistencia de concupiscencia alguna,
porque no hay cuerpo
con el que no esté desde siempre ya fundido,
sentir que puede estar uno sordo,
ciego y aturdido
para la maravilla única de una piel,
de un destello,
de un mirar,
de un feroz desasosiego.
Poder cerrar los ojos,
no para no ver las cosas,
sino porque ya el mundo no necesitara
de mis ojos ningún gesto,
no tener que expresarle nada al mundo
porque ya estuviera conectado
desde siempre a su secreto,
a la llanura sin oleaje del porqué
intimísimo y displicente de las cosas.
Soñar, soñar, fantasear, que como
tras los lomos cimbreantes, coloridos,
llameantes de enigmas respondidos
de los libros,
tras las miradas torvas,
tras las ausencias de quien amo,
también hubiera una catarata ordenada
de filarmónicas palabras,
de conceptos ponderados,
de dóciles jerarquías,
de diáfanas formas.
Atesorar la sensación tan peregrina,
tan genuinamente extraña,
tan extranjera del destino,
de saber exactamente para qué he nacido
en esta tierra
y poder cincelar en ecuaciones
las incógnitas que habitan
tras la certeza incontestable de todas las pasiones.

Con ese afán levanto el peso entumecido
de mi ser cada mañana,
con la esperanza de un pensamiento
que del ser no infligiera la distancia,
soñando aún la quimera
de un poder reconocerme
pulcra conciencia de las cosas,
materia sabia que morara en la materia,
espíritu que en el espíritu
hubiera sabido encontrar la patria.


De lo que se trataría, pues,
es de cernir una singularidad simbólica,
ni universal ni personal,
ni funcionalmente descarnada,
ni afuncionalmente sentimental.
Para explorar la trama familiar
en lo que tiene de radicalmente singular
-de siniestro, de extemporáneo, de impropio,
de sorpresivo, de innatural, de azar infundado
pero irreversible, de unheimlich, de intolerable,
de posesión demoníaca,
de ombligo del sueño-
podría redactar un relato
de amor y de muerte.
Desangrar los principios
en una acción soñada.
Dejar que el azar se penetre
de la esencia del demiurgo.
Cópula incesante.
Impiedad. Distancia.
Cielo blanco como un sepulcro resplandeciente.
Ser la máscara rocosa
que sella ese sepulcro…
Entre los límites que me he impuesto
no imponerle a este poema
está la lógica del relato,
cualquier simbólica actancial,
cualquier sentido para el decurso,
cualquier moral falsaria que pudiera deducirse
de una inexistente secuencia
de los hechos que impida
escuchar la secuencia de los signos
y emponzoñarse con su materia.
 

Delicias de la vida familiar

naced os exijo por pura partenogénesis escombros
vosotros que al carecer de madre
podéis determinar vuestra existencia
y resumid las coherencias
aplastadas por los azares
bajo tanta loca holganza
de rezos bisbiseados entre babas
de bostezo de comisuras de bocas
que cuelgan de sus propios salivazos
fríos como perlas cultivadas
devotos de tanto acoplamiento
de goces avasallados por pisadas
que fecundan sus ímpetus
de tanto bullir de insepultos deseos
afásicos antesala de las muertes
que nunca acaban 
subterfugios de los más cobardes sables
caedizos del azogue los romeros y las zafias
circunstancias de los pinos que redundan
la existencia de su sombra
entre verjas cárdenas de minio que las salvan
de la herrumbre y la transfieren a la vida
entre orinales llenos de cáscaras
que ocultan soles que se temen
en firmamentos acerados como rajas
de diamante entre acelgas naranjas
y granadas
rojas como higos abiertos sin  pecado
y protegidos por arañas
con sus artejos aristados
sobre heridas de vidrio supuradas
y verrugas punzantes negras y erizadas
como la muerte en pena de las almas
de muertos más muertos
que muertos que no paran
de poner en blanco sus ojos que no atienden
desde nucas genuflexas en camastros escarlatas
entre grises sillares de terroríficas murallas
el incienso se confunde en la fragancia
del polvo antiguo que aún delata
su fraternidad con octópodos ilustrísimos
como canónigos de una venerable colegiata
que sabe picante a fieltro rojo
tan agresivo y gris en su marco
luengo de delicias ocultadas
sumergidas en el pozo
ciego del cielo a mediodía de luces
y pétalos siempre exteriores
como soles putrefactos en las playas
de arrugas que impiden sienes
y se deslizan entre senos desdichados
que huyen de axilas fofas
y de ijares con membranas laceradas
razones dios tiene
que el estado
desconoce entre jazmines
azucarados con almíbar de cicuta
caduca sin efecto roma
y baldosas decoloradas y quebradas
insidiosamente en sus ángulos como canto
del estoico que todo lo convierte
en el amor lúgubre siempre impuesto
y diferido de los lazos hemáticos
como la pasión inagotable por los títeres
que ninguno su cabeza lleva
pero todos llevan otra
pendientes de cables inquietos
quebradizos como vítreos pentagramas
como grajos que se ajustan
a los recodos de pasadizos donde almas
locas se dirimen las culpas
de horrendos crímenes silenciosos
tumefactos de ayeres que claman
por reventar las maceradas pieles
varicosas grises brillantes y escamadas
que abominan patriarcas resignados
ante las legisladoras más ancianas


En su lugar, una tentación.
Describir la mecánica de la conciencia.
Dejarse arrullar por la química,
sutil pero discernible,
de las sensaciones. Ser,
frente al mundo,
espejismo del ser.
Aquí se pierden las partidas,
aunque se jueguen en otra parte.
La verdad es el único sucedáneo
del sentido que nos queda.
El enigma es territorio más propicio.
El enigma sin objetivo.
Una placa de nitrato descomponiéndose al calor.
Sin luz.  Sin escena. Sin fin.
Tengo que confesar,
desde el horror de los años,
que no existe el conocimiento en paz,
ni la cólera consentida,
ni la blasfemia eficiente,
ni el dolor con sentido.
 

Nubes negras.

El cielo está pesado,
voluminoso, oscuro.
Espeso como el tejido
venial de los azares.
La humedad se impregna en la camisa,
en el pelo,
en el humo del tabaco.
La mañana y la tarde se confunden,
la luz ha decidido
ser infiel a los colores.
Las mujeres caminan ataviadas
con una costra gris.
El día no promete nada,
pero exige los mismos esfuerzos.
Se avecina, una vez más,
un temporal de paciencia.

 

Alegría

Allí, al fondo del plano,
agua que se ha de dejar correr,
una mujer curvilínea, poderosa,
con el semblante ligeramente oblicuo,
levemente inquieta,
porque no puede acabar de hacerse cargo
de las miradas que su cuerpo embruja
y domestica.
La esencia de la alegría
es su propia suficiencia. 


El obstáculo esencial
de todos los poemas
son los objetos del mundo.
Un poema se espira como un vaho
que perfila los horizontes

de los cuerpos. 
En la caricia dúctil al vacío
y en la demolición de la sombra
está la verdad de los poemas.
Toda ella, fricción.
El enigma es el mandato
de denigrar el nefando incesto
que los conceptos perpetran
contra el universo.
No hay mayor misterio
que un estado del ánimo.
No sabemos por qué ese cuerpo
nos enfurece de cobardía
o de pasión. Los labios,
velo de la desdicha,
acarician los párpados
a conveniencia.
La vida es una arborescencia
cuya jerarquía pertenece a la noche
y estamos obligados a sobrellevar
en una vigilia huérfana.
 

Mito

Me digo y me redigo, intentando construir
un mapa borgiano de mi vida,
que al fin también devore
el sol y la intemperie.
No hay cifras que me alejen
de la brisa que escuece con cariño
mis córneas arañadas
por la contemplación del mundo.
El suicida intenta capturar
el enigma en un simple acto
pero yo sé que después de mí
quedarán posibilidades infinitas.
Aún no es la hora
de exhalar mi último aliento.
El rostro de Dios no me seduce
más que la luz.
Empezó por ella,
tal vez se arrepintió más tarde.
Un universo que nace con la luz,
antes que con objeto alguno,
no puede vaciarse en la historia
si no es por la curiosidad de una mujer.
Fuimos la especie elegida
para el castigo
porque su primera hembra
no se sintió satisfecha
con entregar su desnudez
a cambio, tan sólo,
de la mirada del creador.
Matarse no es resquicio.
Vivir con dolor es consecuencia,
tal vez algo más digna,
de haber sentido vergüenza
del  ansia de conocimiento.
El verbo no fue necesario
hasta que no fueron creados
monstruosos entes discontinuos.
Así nació la palabra,
y trajo el presente envenenado
de un tiempo que perece eternamente
de no ser eternidad. 


Pensar con claridad, posiblemente,
sea la máxima traición al mundo.
Pero, ¿a la verdad…?
El corazón punza al intentar
hacer pensamiento de la carne,
del mundo y de la época.
Es un dolor dañino y torvo
al que no podemos,
ni queremos, renunciar.
Esa es la razón para navegar
heridas con sabor a miel:
serse fiel con menos dolor, traicionar
mucho menos al mundo,
confraternizar con la verdad.
No queda claro el beneficio.
No parece haber ritmo
en un propósito semejante.
El sujeto es
respuesta de lo real.
Por eso es perentorio
impedir que sea sepultado
bajo la homogeneidad suicida
de una voz.
El sujeto es
intersticio entre fragmentos.
No hay atisbo
de desventura en ello.
Es impostora una melancolía
del descuartizamiento.
A veces el sujeto,
se inocula entre los dos espejos enfrentados
y entonces la voz
toma la consistencia transitoria de un cuerpo.
No lo temamos.
No es un proceso causal.
Ni irreversible.
No nos horroriza
como la naturaleza bestial.
Es contingente y azaroso.
Menos cruel que una estética.
Menos banal que la armonía.
Va y viene.
Se es y no se es nunca para siempre.
 

Fragmentos de una elegía precipitada

este cuerpo en que consisto
templo de mis exequias
inevitable como la música
ruin de mis vecinos
(ese bajo monocorde ensimismado
que retumba
en mi dormitorio exiliado
porque lo odia su melodía)

este ente que transito
donde cosmogonías antagónicas
(curas, gurúes, titanes y gitanas
quiromantes amancebadas
con catedráticos en cirugía)
hilvanan los pespuntes de sus odios sin enfoque
asilvestrando los lechos
que triunfan de mi ausencia

amarme yo, a quien ni el dios
más mísero esta tarde ama,
amarme impío, amarme arcano,
enemigo,
amarme yo, a quien nadie su amor confiesa
amarme....

circuncidar la rabia
si al menos fuera a cuatro manos
erradicar los lirios de tus lágrimas
conferirte la existencia
que te regatea tu sombra ufana
amarte en un catre
roto de tres patas
gozar de estrofas acabadas

malquerencia de la luz
y del desdoro de gigantes
anhelos de locura
ser un poeta loco y que todos admiraran
lo que creen ser mi cadáver
en una sintaxis descuartizada
de signos embrujados de misterio

¡Oh, la gloria! pobrecilla ave
de vuelo torvo,
cómo sufría,
qué raros son sus versos,
qué poder en sus imágenes,
qué tontos del culo somos:
cuando hablaba de esas voces
no eran una metáfora, idiotas,
es que las oía.

ven a mí ¡Oh, locura! en forma
literal de una metáfora
que consolara
el más cruel de los tormentos
el hecho de estar enteramente
vivo, despierto y cuerdo 


El universo comprende mi cuerpo.
La política y hasta lo político,
la deriva colectiva de los humanos,
la exigencia moral de no renunciar
al objetivo de la revolución,
a pensar más allá de la evidencia
y de las impostoras leyes que la sustentan,
me atañen a mí y al universo,
a mi intimidad y a su extrañeza.
Se atraviesan en un espacio que no entiendo,
y se empeñan en hacerme creer
que soy mi cuerpo,
que una política
a la altura de los tiempos
es una política del cuerpo,
es una política del universo,
es una política de lo común,
es una política del entendimiento,
de la comunicación,
es una política sin mí.
No comprendo el compromiso
si no es con la nada que vocea en la carne.
Sólo ahí puedo dolerme con los otros,
porque dolerse de los otros de nada vale:
ha salido por la televisión
y lo ha visto todo el mundo.
La comunicación es el anegarse
de toda evidencia
en la simpleza del espectáculo.
Sólo es ético el dolor,
de las partes del cuerpo ocultas
a los ojos de los otros.
Eso se perdió para occidente:
cuando el erotismo es mercado,
deja de ser discurso y la carne
pierde cualquier derecho a doler.
El universo me excluye
en el mismo acto en el que comprende mi cuerpo.
La revolución sólo advendrá
en la dialéctica compleja
entre lo visual y lo oscuro.
Se trata del amor,
no de la luz y sus secuaces.
 

El aroma

Corren las liebres por las trochas.
Con su sexo oliendo al dolor
de la civilizaciones extinguidas.
Corren los galgos tras ellas, sin saber
que la horca es el destino
que les deparan sus dioses.
Exceso de vista, defecto de olfato.
Pero las liebres del canódromo son falsas,
como habitantes de un Olimpo inacabado
cuya incompletud lo guarece de la catástrofe.
El problema esencial es que, a mis años,
sé demasiado de mi naturaleza.
Importa poco lo que haya aprendido del mundo.
 

Amar en cada uno

Me sale al paso el volumen
narcótico de tu sonrisa.
Eres bella, bella
ante la verdad escondida.
Pero no tengo interés alguno
en amarte en tu dimensión humana.
Me giraría a contemplar a mis congéneres
si ellos desafiaran el abismo y escrutaran
el más allá del rumbo
inescarbable del espejo.
Puedo, tal vez, amar en cada uno
su verdad, que no es la del mundo todo,
sino la de las efigies desconocidas que nos visitan
en los delirios y nos dicen soy yo.
Sin embargo, azogue hidratado por un trueno,
a veces temo que el sórdido visitante
que puebla mis estancias,
con la cabeza debajo
de su brazo sonriente,
no es más que un miserable ser humano.
Que mi impulso solitario
sólo está vacío
de hombres y mujeres.
 

Compromiso

Defenderé mi derecho a la muerte
en cada recodo del tiempo.
Defenderé la alegría, 
como una esquirla de pasión
contoneando su escozor en mi pupila.
Defenderé mi derecho a no morir,
desde la atalaya de la muerte.
Defenderé el amor,
de la sal de los muertos.
Defenderé la luz,
con cada dolor pequeño.
Defenderé el límite
de cada recodo del tiempo.
Defenderé la verdad,
de la conciencia. 


No es el dolor
ni el miedo lo que ha originado este poema
sin límite
anticipado
por ninguna estructura previamente compartida
y que, por ello, ha de arrostrar la aventura de cernirlo
en una oquedad inédita.
Ha sido la turbación, la inquietud por el destino.
Por si ese sujeto, que no logra confundir su cuerpo
con un mundo, estaba, en su desazón paralizante,
a la altura del horizonte de su época.
Sin contemplaciones, sin ninguna ascesis cobarde,
sin crímenes de alma bella,
sin jaculatorias de inocencia espuria.
Apostar por los significados
hubiera implicado
no estar a la altura de los tiempos.
Sólo una arquitectura que tiembla
puede determinar la esencia del presente.
Es un trabajo extraordinariamente serio.
Sus incoherencias exigen
la interpretación como forma de vida,
no el desciframiento
como forma de muerte.
El odio a la resistencia,
la pasión revolucionaria,
la monstruosidad
vulgarmente denotada utopía
y el amor a su belleza fantástica
e inconsistente.
Cualquier bien
construido desde el habla
será abominablemente transgénico.
Temamos a la naturaleza
y a los verdugos que se amparan
en el daño arrogante
de su veneración.
 

Oración.

Me postro ante ti
y te imploro:
¡Formula la pregunta!
Yo tengo la respuesta.
Y sé que es verdadera,
porque de nada me vale.

 

Como la piel

Aún recuerdo vagamente
-no fue hace mucho en realidad-
cuando necesitaba creer en el destino
para que algo de mi biografía
no fuera simple aliento de ignorancia.
Aterrada pasión de juventud.
Los años me han ido descubriendo, sin embargo,
que si la soledad se ha convertido en mi segunda piel,
en una especie de naturaleza superpuesta,
ello ha sido el fruto volátil y constante
de mis elecciones repetidas
Decidí que el amor era un libre comercio.
Nadie amaba incondicionalmente
y, si me iba quedando sin amor,
era porque todas mis energías las deglutía
desafiante mi deseo.
Y ahora vuelve el enigma
del destino y la verdad.
No es que vuelva a ser joven,
es que hay cosas que no cambian
sino con la muerte.
Y la muerte, por definición,
siempre está lejos.
Como el amor.
Como una piel tercera.


Un poema sin paisaje.
Dejando a las palabras levitar huérfanas.
Sin escena en que encarnarse.
Sin verde que alivie el amarillo de las horas.
El triunfo en la batalla no sucedió en espacio alguno.
La llama de sus ojos espera parda.
Sin brillo.
Nunca estuve allí.
Quizás es eso lo que solicita ser escrito.
 

Legado

No podemos imaginar el tiempo.
Cuando lo intentamos, se cuartea
y sus fragmentos agrietados
se degradan en una escena.
Y la escena es espacio.
Las arrugas y las canas,
una mitad desierta
en el mundo subterráneo
del espejo,
son atributos del espacio.
El tiempo no imagina.
Cuando morimos dejamos,
por todo legado, un campo vacío,
no un futuro.


El juicio genérico es una losa,
un dique inmoral
contra la capacidad
que pudiera tener una escritura
de hender las quebraduras de la vida,
para anegarlas después
con la densidad amatoria
del conocimiento.
Por eso intento,
en esta búsqueda del límite fractal
que diera cifra de una diferencia,
ejercer una radicalidad
sorda al dato y a la misericordia,
que abomine de las caricias
que cubren, estampas y sudarios,
los objetos.
El vacío y la muerte,
tal y como operan en la vida,
es decir,
a toda hora, sin tregua, sin piedad, sin descanso,
no admiten una estrategia descriptiva,
ni el consuelo del relato.
Al menos no, en el siglo veintiuno.
 

La culpa asimétrica

El execrable delito de la inocencia.
¿Quién no querría pasar por esta vida
sin el cieno de la pugna
untado en los dedos y en la boca?
Pero la existencia es asimétrica,
la rueda de la fortuna
nos coloca muchas veces
ante el desafío de una legítima perfidia.
Daríamos, en ocasiones, la vida
por que la única víctima de ese deseo
que insiste e incrimina
fuera el payaso ortogonal que nos creemos.
Pero somos siempre culpables del nacimiento
de los otros sobre la misma línea
del horizonte, que se acerca.
Sólo te importa el qué dirán.
¿Es que hay algo más importante?
Sólo, probablemente,
lo ya dicho. La lengua siempre es cruel.
Y tu miedo debe ser inaudible.
Así, sin vuelo en el verso,
sin la luz de la metáfora.
La culpa es una vulgaridad.
Sobre todo, cuando es un sentimiento.


Descubrir la estructura en los mitos
tuvo consecuencias.
La suciedad del alma
adquirió forma de circuito
y comenzó a repetirse como un bucle.
Ése es el pago.
La estructura ofrece una ilusión emancipatoria,
pero es impotente para la redención.
Conociendo que el esqueleto determina
la lubricidad pudiente de la forma,
la búsqueda del núcleo fue una consecuencia
aplastantemente lógica.
La causa aparece abstracta
y la germinación del discurso
de una necesidad incierta.
El canto hízose arista,
el suburbio, manantial;
el pánico, decoro,
y el goce,
punto álgido de una serie.
El gen egoísta le dijo al rey:
ampútate de corona para abajo.
 

La victoria de la razón.

El día que se demuestren los axiomas
se tambaleará el universo.
Y el hombre se sabrá
absolutamente solo.
La razón será
árbitro único. Y Dios,
deducido, calculado,
inferido, humillado,
arrodillado, herido.
Habrá muerto para siempre la esperanza
de que pueda ser mujer.
 

Fragancia

Hoy no hallo recuerdo bello
que incruste mi vida en un verso.
El día tiene el sabor a migas sedientas
de la miseria,
el tacto hirsuto de costra
del presente,
la fragancia acerba y gris
de un nadie te amará
como yo te amo.

 

Salir.

Mescalina, mi amor...
Lo bueno que tenían las drogas antiguas,
-antes de la New Age, la corrección política y el totalitarismo sanitario-
es que al menos tenías que salir para comprarlas.
Salir de ti mismo, se entiende.
Y así, conocías gente.
Drogarse con substancias que produce el propio cuerpo
me parece terriblemente incestuoso.
Adrenalina, taurina, serotonina...
Todos, nombres de una madre psicotizante y permisiva.


Aquí, añadimos palabras sin límite
con el nada secreto anhelo
de que la estructura le devuelva lo robado
al sentido
(para entendernos, que el proceso fenomenológico
ajuste cuentas con el proceso deductivo:
la epoché sólo es viable si es parentética)
Que de la sedosa navegación
por la líquida superficie de los verbos,
vuelvan a surgir los matices de la sensación
y su corolario más inmediato: la lengua distinta.
No sabemos si podrá ser.

(Continúa aquí: II Traición.)

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