Mi anterior entrada sobre el caso del Gamonal ha generado algunas preguntas y reacciones que sólo en un caso se me han hecho a través de un comentario en el blog, sino a través de múltiples vías. Por eso, y porque aún no he desistido de que mi humilde página se convierta en un espacio de reflexión y debate, la voy a intentar ir agrupando y contestando por aquí.
Desde más a la izquierda, desde posiciones anticapitalistas sin ambages, es decir, revolucionarias, se ha apelado a la esperanza: es un brote auténtico, es el hambre del pueblo en acción. Cuando digo revolucionarias, me refiero a gente que cree -como yo- que el capitalismo no va a derivar naturalmente (por vías reformistas, ciudadanistas, etc.) sino por una emergencia de lo político en el anodino transcurrir del parlamentarismo capitalista. Como aseveran Vattimo y Zabala, el objetivo esencial del sistema es evitar las urgencias. El problema es que, desde la otra parte, hay tal hambre de urgencias, de evidencias del fin del capitalismo, que estamos dispuestos a esperarlas a la vuelta de la esquina, o lo que es peor, por ignorancia histórica, dispuestos a creer que hemos dado con la fórmula sin darnos cuenta de que ésas fórmulas que se nos revelan maravillosas fracasaron hace años.
Y cuando digo fracasaron, no quiero decir fueron derrotadas. La República Española fue derrotada. La nación catalana fue derrotada. El socialismo real, la idea de un partido proletario como vanguardia de la clase obrera, o el mayo del 68 fracasaron. Y hoy se proponen fórmulas superadoras del enfrentamiento izquierda-derecha como una gran novedad ciudadanista cuando no otro era el planteamiento de todos los fascismos en el periodo de entreguerras. Por lo tanto, cuando digo fracasados, no quiero decir derrotados. quiero decir aporéticos, inviables, porque no eran deseados por esas masas que pretendía movilizar. Y la buena salida no me parece el desprecio de las masas, de la humanidad, dejarlos por imposibles o denostar la falta de conciencia (de clase o de lo que sea) de la mayoría. Hay otros trabajos discursivos que hacer. Y si no los hay, la verdadera obligación moral del anticapitalista es inventarlos, sin perder su horizonte, pero sin extremosidades inoperantes.
Un ejemplo. Veía hace poco un vídeo en el que una persona que aprecio -y con la que coincido en objetivos aunque no siempre en estrategias-, en el contexto de las acampadas de 2011, se dirigía a los asamblearios exhausto: no estamos consiguiendo nada, somos un desastre, tenemos los ejemplos de Grecia (tira que te va) y de ¡Islandia! Señores, en serio. Todos pecamos de poner a Islandia como el gran ejemplo: habían llevado a los políticos y a los banqueros a los tribunales, el pueblo había tomado el poder con un par de paseos por las calles de Reikiavik. ¿Quién se acuerda ahora de Islandia, cuando los mismos que crearon la crisis y la bancarrota han vuelto a ser aupados al poder por las urnas?. Pero lo peor de todo es ¿cómo pudimos ser tan inocentes de poner como ejemplo a un país que durante una década había basado todo su progreso exclusivamente en la especulación financiera convirtiéndose en el máximo exponente del éxito de la derregulación y el neoliberalismo salvaje.? ¿Cómo pudimos tener tanta hambre de urgencias, como para soslayar toda memoria y todo análisis y creer en semejante milagro de la información, la conciencia y el poder de la opinión pública, y considerar a los islandeses como el Saulo de Tarso colectivo de la democracia del siglo XXI?
Por eso, me reafirmo: a mí me parece urgente derrotar al
PP, pero mi objetivo es atravesar, rebasar los límites del capitalismo, esto
es, desplazar el vínculo de explotación del núcleo del contrato social. En ese
sentido soy aglutinador, llamo a los votantes arrepentidos del PP a hacer
frente común, intento no ser sectario. Sólo radical. Igual que estoy dispuesto a pactar y caminar hacia la mayoría, intento no perder de vista mi horizonte (que siempre se aleja, que no admite falsos finales del camino) intentando no alucinar presencias metafísicas milagrosas. No se trata de despreciar la acción, todo lo contrario. Creer que cada acción ha de ser la definitiva es lo que nos lleva al máximo desánimo...
Por eso, continuaré...
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