martes, 5 de mayo de 2015

Bienvenido, Juan Carlos Monedero



Miren ustedes por dónde, ahora resulta que, según declaró poco antes de dimitir, Juan Carlos Monedero odia de Podemos lo mismo que yo y otros muchos: la mezquindad partitocrática, el olvido de los principios -ahogados por un electoralismo con maneras de márketing-, la verticalidad sin camino de vuelta, la desactivación de la iniciativa ciudadana, el cierre enunciativo de la cúpula, que banaliza todos sus mensajes para que puedan ser deglutidos sin pensar por los electores, a base de ser repetidos hasta que pierden todo su potencial de empoderamiento y radicalización democrática. Lo que pasa es que yo, y otros muchos, pues no podemos dimitir porque no tenemos cargo alguno desde el que hacerlo. Algunos podrían hacerlo desde cargos autonómicos o municipales, tanto internos de Podemos como, en algunos casos, ya institucionales. Pero nadie podía hacerlo, hasta ahora, en el Consejo Ciudadano estatal, porque gracias al sistema electoral de Podemos (eso que algunos llamamos “listas plancha”, término que horroriza a sus miembros, y yo he llamado más de una vez telecracia) es un órgano absolutamente monocolor y homogéneo, concebido para ser el centro neurálgico de una “máquina de guerra electoral” y, al menos aparentemente, impermeable a la crítica, a la discrepancia, a la alternativa táctica y política.


Lo que no deja de ser curioso, desde un cierto punto de vista (el mío, por ejemplo, pero también el de otros muchos) es que, debido a las constricciones de agenda de los medios institucionales –y utilizo el término en el sentido fílmico (véase más abajo) y no en el administrativo-, que dan una imagen de Podemos completamente sesgada –es decir, como si fuera un partido convencional-, Monedero parece haber descubierto esto por la vía de la sesuda reflexión introspectiva. Y va a ser que no. En Vistalegre hubo una oposición muy fuerte al modelo organizativo triunfante y a su derivación política y pragmática, que apostaban por lo electoral, y consecuentemente lo mediático, como el objetivo fundamental de Podemos. Allí se debatió entre la claridad -que el núcleo promotor vendió como “un estilo de hacer política”, y que ha acabado siendo una ideología tan inconsistente (por eso de la centralidad del tablero y del elaboremos un discurso edulcorado para el votante cualquiera) como arrolladora- y la necesidad de sumar. Porque al grito de “¡un secretario general le gana las elecciones a Rajoy y tres no!” lo que se decidió fue un modelo organizativo y un modelo de voto que Juan Carlos Monedero defendió de manera patente, visible y enconada.


En fin, que a partir de ahí se constituyó un Podemos que privilegió su vertiente mediática sobre su dimensión de herramienta para el empoderamiento ciudadano. Porque los dispositivos, los Mass Media tanto como los modelos organizativos, justamente, “modelizan” y predeterminan lo que va a venir después. Y lo que vino después es el privilegio de una imagen forjada en la televisión y las tertulias, que pasó de ser la pista de despegue de Podemos, como había sido antes de las europeas, a ser el principal –casi único- escenario de su representación y relegó a un segundo plano a los círculos y la gente auto-organizándose, que había sido fundamental para que una fuerza emergente, que había conseguido la cuarta posición en las Elecciones Europeas, pudiera llegar hasta la Asamblea Ciudadana de Vistalegre en una posición de protagonismo político, discursivo y social envidiable.

A partir de aquí esa ideología mediaticista y espectacular, que supone que la búsqueda de la hegemonía es indisoluble –i.e., se deduce sin discontinuidad alguna- del populismo y de la impostación de la figura de un líder, ha ido ahogando a Podemos y ha facilitado la emergencia de un ente electoral formado por auténticos profesionales del merchandising político como Ciudadanos, al mismo ritmo que la multitud empoderada se sentía de nuevo condenada a su papel de electorado, es decir, de espectador pasivo de la representación política. Tiene su lógica, porque al ser presa del laberinto mediático, el líder (y el “comando mediático” como su extensión) se ha visto obligado a exigir la sumisión absoluta de las propuestas programáticas a la búsqueda de la máxima audiencia_ la famosa “centralidad” del tablero.


Mientras, los que advertíamos de los peligros y efectos secundarios de este “modo de representación” éramos blanco de todo tipo de sospechas por parte de la cúpula y sus afines y continuamente acusados de tener motivos “poco claros”. Y se nos aplicaba inmisericordemente –a veces, con mucha crueldad y, en las redes sociales, con insultos y descalificaciones realmente hirientes- la famosa distinción schmittiana amigo-enemigo, que se iba consolidando, más en el interior que en el exterior –allí, el enemigo era más fuerte- como otro de los “rasgos” del estilo CQP. Porque si a Podemos la casta se lo ha puesto difícil, imagínense las que hemos tenido que pasar los que hemos estado en Podemos defendiendo una auténtica democracia radical, cómo lo hemos tenido que pasar siendo schmittiana y maquiavélicamente acusados de hacerle el juego al enemigo, cuando veíamos, con su autenticidad originaria en peligro, que todo el proyecto de Podemos corría el riesgo de irse al garete. Se nos solía aplicar lo que en otro lugar he llamado confinamiento enunciativo: que si éramos unos quejumbrosos narcisistas, unos izquierdistas old-fashioned (casi me salé demodés, pero hubiera sido darle bazas al “enemigo”), que si líquidos, que si moralistas, etc.  A ver qué dicen ahora, que el golpe en la línea de flotación se lo ha dado una de sus figuras más representativas, dimitiendo justo al comienzo de un trascendentalísimo período electoral.


Yo estoy de acuerdo con Ernesto Laclau en que “la sociedad no existe”, es decir, que no tiene una realidad objetiva fuera de los antagonismos políticos que la constituyen, como querrían los neoliberales para aplicarles sus patrones métricos de control –las estadísticas y los sondeos- y los estalinistas –las leyes eternas de la lucha de clases y el materialismo histórico. Por eso, a veces, a la sociedad le puede hacer falta un líder para suturar el agujero de su inexistencia. Pero, en tanto proceso subjetivo y no objetivo, a Podemos le hace mucha más falta la voz proteiforme de la multitud emancipándose. Y un líder para la emancipación debe estar dispuesto siempre a ser destituido, a ser un instrumento transitorio que la multitud necesita para reconocerse, y no pretender confundirse de modo absoluto con ese reconocimiento y volver a necrosar la voz popular en una representación monolítica. Hay otras formas de hacer política que la representación. Y creer en ello significa que todos, absolutamente todos, estamos capacitados para hacer política.

El caso es que Monedero se queda. Y lo hace porque piensa, como yo y otros muchos, que lo mejor de la inquietud política española está en Podemos. Nunca me ha fascinado la cúpula y muchas veces me ha indignado la segunda fila de Podemos, haciendo palmas. Pero no les vamos a regalar el entrar en el juego amigo-enemigo. Ni estaría bien insistir en exceso ahora, que Monedero se ha subido a un carro que estaba en marcha mucho antes de que se subiera él, en que hubo una multitud que le avisó hace ya meses de que esto pasaría. Hemos de intentar entre todos –él y otros muchos- salvar Podemos como propuesta electoral. Salvar las iniciativas municipalistas en las que Podemos participa (y que por sus maneras de participación y elección son de una horizontalidad democrática ejemplar), y recordar que en Aragón, en Madrid, en Andalucía y en otras autonomías –hasta en el País Valenciano, gracias a la habilidad colectiva de los electores- esas voces críticas están representadas en las listas electorales de Podemos. Y más ahora, que habiendo apostado por un solo secretario general, el astuto sistema ha provocado que nos tengamos que enfrentar a tres, con el concurso de esa componenda anti-urgencias democráticas llamada Ciudadanos.

Bienvenido, pues, Juan Carlos Monedero. Te recibimos con alegría. Bienvenido a este tren al que puedes subirte porque hay quien lo puso en marcha y lo ha seguido empujando en tiempos oscuros.  Podemos necesita una reorientación para realizar ese trabajo  titánico que tiene encomendado. Y todos, cada cual con sus habilidades, vamos a ser necesarios en la tarea.

Apéndice.


Ya sé que es absolutamente inusual -y probablemente inconveniente- añadirle un apéndice a una columna periodística, pero todo sea por el distanciamiento brechtiano y la ostranénie, de la que hablaban los formalistas rusos. Cabría preguntarse por qué, si hubo tantos teóricos e investigadores –algunos prestigiosísimos- de la comunicación que se lanzaron ávidos de conocer y entender sobre el 15M –y no voy a citar por su nombre a ninguno para evitar la injusticia de la omisión o el olvido- y sus dinámicas de acción en red, prácticamente no hay casi nadie del ramo que se haya interesado activamente por Podemos, y si lo ha hecho –como yo, y esta vez no puedo añadir “y otros muchos”- haya sido por el lado crítico.  Cuidado, no estoy diciendo que no haya en Podemos tecnócratas muy hábiles de la viralización y el hashtag. Me refiero a que no ha habido una reflexión teórica implicada, interior, a las prácticas comunicativas de Podemos. Pues bien, al inicio de este texto he dicho que utilizaba el adjetivo institucional en sentido fílmico. Permítaseme que copie una cita de esta joya del pensamiento cinematográfico, que debería ser lectura obligatoria en cualquier itinerario del bachillerato, con todo su regusto althusseriano:

“Pero a quien quiero interrogar es a la institución, o, más exactamente, a ese modo de representación que la caracteriza.


Puesto que, y ésta es la tesis principal de este libro, veo a la época 1895-1929 como la de la constitución de un Modo de Representación Institucional (a partir de ahora M.R.I.), que desde hace cincuenta años es enseñado explícitamente en las escuelas de cine como Lenguaje del Cine; lenguaje que todos interiorizamos desde muy jóvenes en tanto que competencia de lectura gracias a una experiencia de las películas (en las salas o en la televisión) universalmente precoz en nuestros días en el interior de las sociedades industriales.

Por otra parte, si hay una justificación de mi empresa en los planos ético y social, es a partir de esta constatación: millones de hombres y de mujeres a quienes se les enseña a leer y a escribir «sus cartas», no aprenderán más que a leer las imágenes y los sonidos, y por tanto sólo podrán recibir su discurso como «natural». A lo que quiero contribuir aquí es a la desnaturalización de esta experiencia.


Si tiendo a sustituir el término «lenguaje» por el de «modo de representación» no es sólo por la carga ideológica (naturalizante) que el primero implica. Porque si bien he llegado a adoptar en algunos aspeaos la metodología semiológica sigo pensando que este sistema de representación institucional es demasiado complejo y demasiado poco homogéneo, tanto en su funcionamiento global cuanto por los sistemas que construye -específicos y no específicos a la vez, desde el código indicial de las orientaciones espaciales hasta el sistema de representación perspectiva- para que incluso metafóricamente la palabra lenguaje sea apropiada. Pero, sobre todo, procuro subrayar que este modo de representación, del mismo modo que no es ahistórico, tampoco es neutro -como puede pensarse de las «lenguas naturales» pese a Bakhtin-, que produce sentido en y por sí mismo, y que el sentido que produce no deja de tener relación con el lugar y la época’ que han visto cómo se desarrollaba: el Occidente capitalista e imperialista del primer cuarto del siglo XX” (Noël Burch, El tragaluz del infinito: p.17. Las cursivas son mías)


Que no haya un afuera positivo y ontológicamente objetivo, una verdad virgen del espectáculo informativo y comunicativo, no implica que éste pueda constituirse como un todo. Y el que no esté al tanto de esa diferencia éxtima e irreductible, en la que habita la pulsión, caerá irremisiblemente en las redes del circo mediático. Estar al tanto de ello implicará que se pueda vivir la pasión política, pero no tanto caer en la ingenuidad de que se pueda hacer un uso político de las pasiones plenamente dócil al cálculo identificatorio. El neoliberalismo ha privatizado el fuera de campo, como espacio de producción del sentido, igual que la sanidad, la educación o la producción y distribución energéticas. Que estemos al tanto de ello, explica por qué hubo comunicólogos o semiólogos en el 15M y hay tan pocos implicados en Podemos, ahuyentados por la engañosa “claridad” (tan cerca semánticamente de la “naturalidad”) del núcleo promotor. Por eso, creo firmemente que el pensamiento comunicativo y fílmico han de ponerse a la altura de la filosofía, la politología, el psicoanálisis y la epistemología. Hay que atravesar el fantasma de la espectacularización informativa y no regodearse en él con un goce cognitivo-conductual. Yo lo intenté hace unos años, pero, por motivos diversos, reconozco que fue un intento fallido. Y sobre todo, recordar que no hay cambio hegemónico sin amor, porque éste es el único signo de que se cambia de discurso. Lo demás son sólo tendencias girando sin parar en el círculo siniestro del capitalismo.  Por eso, sí, mucho mejor Galeano que Juego de Tronos. Pero no está de más echarle también un ojo a Black Mirror. Facilita el tránsito.


(Este texto fue originalmente publicado aquí)

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