Miren ustedes por dónde, ahora resulta que, según declaró poco antes de dimitir, Juan Carlos Monedero odia de Podemos lo mismo que yo y otros muchos: la mezquindad partitocrática, el olvido de los principios -ahogados por un electoralismo con maneras de márketing-, la verticalidad sin camino de vuelta, la desactivación de la iniciativa ciudadana, el cierre enunciativo de la cúpula, que banaliza todos sus mensajes para que puedan ser deglutidos sin pensar por los electores, a base de ser repetidos hasta que pierden todo su potencial de empoderamiento y radicalización democrática. Lo que pasa es que yo, y otros muchos, pues no podemos dimitir porque no tenemos cargo alguno desde el que hacerlo. Algunos podrían hacerlo desde cargos autonómicos o municipales, tanto internos de Podemos como, en algunos casos, ya institucionales. Pero nadie podía hacerlo, hasta ahora, en el Consejo Ciudadano estatal, porque gracias al sistema electoral de Podemos (eso que algunos llamamos “listas plancha”, término que horroriza a sus miembros, y yo he llamado más de una vez telecracia) es un órgano absolutamente monocolor y homogéneo, concebido para ser el centro neurálgico de una “máquina de guerra electoral” y, al menos aparentemente, impermeable a la crítica, a la discrepancia, a la alternativa táctica y política.
Lo que no deja de ser curioso, desde un cierto punto de vista (el mío, por ejemplo, pero también el de otros muchos) es que, debido a las constricciones de agenda de los medios institucionales –y utilizo el término en el sentido fílmico (véase más abajo) y no en el administrativo-, que dan una imagen de Podemos completamente sesgada –es decir, como si fuera un partido convencional-, Monedero parece haber descubierto esto por la vía de la sesuda reflexión introspectiva. Y va a ser que no. En Vistalegre hubo una oposición muy fuerte al modelo organizativo triunfante y a su derivación política y pragmática, que apostaban por lo electoral, y consecuentemente lo mediático, como el objetivo fundamental de Podemos. Allí se debatió entre la claridad -que el núcleo promotor vendió como “un estilo de hacer política”, y que ha acabado siendo una ideología tan inconsistente (por eso de la centralidad del tablero y del elaboremos un discurso edulcorado para el votante cualquiera) como arrolladora- y la necesidad de sumar. Porque al grito de “¡un secretario general le gana las elecciones a Rajoy y tres no!” lo que se decidió fue un modelo organizativo y un modelo de voto que Juan Carlos Monedero defendió de manera patente, visible y enconada.
En fin, que a partir de ahí se constituyó un Podemos que privilegió su vertiente mediática sobre su dimensión de herramienta para el empoderamiento ciudadano. Porque los dispositivos, los Mass Media tanto como los modelos organizativos, justamente, “modelizan” y predeterminan lo que va a venir después. Y lo que vino después es el privilegio de una imagen forjada en la televisión y las tertulias, que pasó de ser la pista de despegue de Podemos, como había sido antes de las europeas, a ser el principal –casi único- escenario de su representación y relegó a un segundo plano a los círculos y la gente auto-organizándose, que había sido fundamental para que una fuerza emergente, que había conseguido la cuarta posición en las Elecciones Europeas, pudiera llegar hasta la Asamblea Ciudadana de Vistalegre en una posición de protagonismo político, discursivo y social envidiable.
A partir de aquí esa ideología
mediaticista y espectacular, que supone que la búsqueda de la hegemonía
es indisoluble –i.e., se deduce sin discontinuidad alguna- del populismo y de la impostación de la figura de un líder, ha ido ahogando a Podemos y ha facilitado la emergencia de un ente electoral formado por auténticos profesionales del merchandising político como Ciudadanos,
al mismo ritmo que la multitud empoderada se sentía de nuevo condenada a
su papel de electorado, es decir, de espectador pasivo de la
representación política. Tiene su lógica, porque al ser presa del
laberinto mediático, el líder (y el “comando mediático” como su
extensión) se ha visto obligado a exigir la sumisión absoluta de las
propuestas programáticas a la búsqueda de la máxima audiencia_ la famosa
“centralidad” del tablero.
Mientras, los que advertíamos de los
peligros y efectos secundarios de este “modo de representación” éramos
blanco de todo tipo de sospechas por parte de la cúpula y sus afines y
continuamente acusados de tener motivos “poco claros”. Y se nos aplicaba
inmisericordemente –a veces, con mucha crueldad y, en las redes
sociales, con insultos y descalificaciones realmente hirientes- la
famosa distinción schmittiana amigo-enemigo, que se iba consolidando,
más en el interior que en el exterior –allí, el enemigo era más fuerte-
como otro de los “rasgos” del estilo CQP. Porque si a Podemos la casta se lo ha puesto difícil, imagínense las que hemos tenido que pasar los que hemos estado en Podemos defendiendo una auténtica democracia radical,
cómo lo hemos tenido que pasar siendo schmittiana y maquiavélicamente
acusados de hacerle el juego al enemigo, cuando veíamos, con su
autenticidad originaria en peligro, que todo el proyecto de Podemos corría el riesgo de irse al garete. Se nos solía aplicar lo que en otro lugar he llamado confinamiento enunciativo: que si éramos unos quejumbrosos narcisistas, unos izquierdistas old-fashioned (casi me salé demodés,
pero hubiera sido darle bazas al “enemigo”), que si líquidos, que si
moralistas, etc. A ver qué dicen ahora, que el golpe en la línea de
flotación se lo ha dado una de sus figuras más representativas,
dimitiendo justo al comienzo de un trascendentalísimo período electoral.
Yo estoy de acuerdo con Ernesto Laclau
en que “la sociedad no existe”, es decir, que no tiene una realidad
objetiva fuera de los antagonismos políticos que la constituyen, como
querrían los neoliberales para aplicarles sus patrones métricos de
control –las estadísticas y los sondeos- y los estalinistas –las leyes
eternas de la lucha de clases y el materialismo histórico. Por eso, a
veces, a la sociedad le puede hacer falta un líder para suturar el
agujero de su inexistencia. Pero, en tanto proceso subjetivo y no
objetivo, a Podemos le hace mucha más falta la voz proteiforme
de la multitud emancipándose. Y un líder para la emancipación debe estar
dispuesto siempre a ser destituido, a ser un instrumento transitorio
que la multitud necesita para reconocerse, y no pretender confundirse de
modo absoluto con ese reconocimiento y volver a necrosar la voz popular
en una representación monolítica. Hay otras formas de hacer política
que la representación. Y creer en ello significa que todos, absolutamente todos, estamos capacitados para hacer política.
El caso es que Monedero se queda. Y lo
hace porque piensa, como yo y otros muchos, que lo mejor de la inquietud
política española está en Podemos. Nunca me ha fascinado la cúpula y muchas veces me ha indignado la segunda fila de Podemos,
haciendo palmas. Pero no les vamos a regalar el entrar en el juego
amigo-enemigo. Ni estaría bien insistir en exceso ahora, que Monedero se
ha subido a un carro que estaba en marcha mucho antes de que se subiera
él, en que hubo una multitud que le avisó hace ya meses de que esto
pasaría. Hemos de intentar entre todos –él y otros muchos- salvar Podemos como propuesta electoral. Salvar las iniciativas municipalistas en las que Podemos
participa (y que por sus maneras de participación y elección son de una
horizontalidad democrática ejemplar), y recordar que en Aragón, en
Madrid, en Andalucía y en otras autonomías –hasta en el País Valenciano,
gracias a la habilidad colectiva de los electores- esas voces críticas
están representadas en las listas electorales de Podemos. Y más
ahora, que habiendo apostado por un solo secretario general, el astuto
sistema ha provocado que nos tengamos que enfrentar a tres, con el
concurso de esa componenda anti-urgencias democráticas llamada Ciudadanos.
Bienvenido, pues, Juan Carlos Monedero.
Te recibimos con alegría. Bienvenido a este tren al que puedes subirte
porque hay quien lo puso en marcha y lo ha seguido empujando en tiempos
oscuros. Podemos necesita una reorientación para realizar ese
trabajo titánico que tiene encomendado. Y todos, cada cual con sus
habilidades, vamos a ser necesarios en la tarea.
Apéndice.
Ya sé que es absolutamente inusual -y
probablemente inconveniente- añadirle un apéndice a una columna
periodística, pero todo sea por el distanciamiento brechtiano y la ostranénie,
de la que hablaban los formalistas rusos. Cabría preguntarse por qué,
si hubo tantos teóricos e investigadores –algunos prestigiosísimos- de
la comunicación que se lanzaron ávidos de conocer y entender sobre el
15M –y no voy a citar por su nombre a ninguno para evitar la injusticia
de la omisión o el olvido- y sus dinámicas de acción en red,
prácticamente no hay casi nadie del ramo que se haya interesado
activamente por Podemos, y si lo ha hecho –como yo, y esta vez no puedo añadir “y otros muchos”- haya sido por el lado crítico. Cuidado, no estoy diciendo que no haya en Podemos
tecnócratas muy hábiles de la viralización y el hashtag. Me refiero a
que no ha habido una reflexión teórica implicada, interior, a las
prácticas comunicativas de Podemos. Pues bien, al inicio de este texto he dicho que utilizaba el adjetivo institucional en sentido fílmico. Permítaseme que copie una cita de esta joya del pensamiento cinematográfico, que debería ser lectura obligatoria en cualquier itinerario del bachillerato, con todo su regusto althusseriano:
“Pero a quien quiero interrogar es a la institución, o, más exactamente, a ese modo de representación que la caracteriza.
Puesto que, y ésta es la tesis principal de este libro, veo a la época 1895-1929 como la de la constitución de un Modo de Representación Institucional (a partir de ahora M.R.I.),
que desde hace cincuenta años es enseñado explícitamente en las
escuelas de cine como Lenguaje del Cine; lenguaje que todos
interiorizamos desde muy jóvenes en tanto que competencia de lectura
gracias a una experiencia de las películas (en las salas o en la
televisión) universalmente precoz en nuestros días en el interior de las
sociedades industriales.
Por otra parte, si hay una justificación
de mi empresa en los planos ético y social, es a partir de esta
constatación: millones de hombres y de mujeres a quienes se les enseña a
leer y a escribir «sus cartas», no aprenderán más que a leer las
imágenes y los sonidos, y por tanto sólo podrán recibir su discurso como
«natural». A lo que quiero contribuir aquí es a la desnaturalización de
esta experiencia.
Si tiendo a sustituir el término
«lenguaje» por el de «modo de representación» no es sólo por la carga
ideológica (naturalizante) que el primero implica. Porque si bien he
llegado a adoptar en algunos aspeaos la metodología semiológica sigo
pensando que este sistema de representación institucional es demasiado
complejo y demasiado poco homogéneo, tanto en su funcionamiento global
cuanto por los sistemas que construye -específicos y no específicos a la
vez, desde el código indicial de las orientaciones espaciales hasta el
sistema de representación perspectiva- para que incluso metafóricamente
la palabra lenguaje sea apropiada. Pero, sobre todo, procuro subrayar
que este modo de representación, del mismo modo que no es
ahistórico, tampoco es neutro -como puede pensarse de las «lenguas
naturales» pese a Bakhtin-, que produce sentido en y por sí mismo, y que
el sentido que produce no deja de tener relación con el lugar y la
época’ que han visto cómo se desarrollaba: el Occidente capitalista e
imperialista del primer cuarto del siglo XX” (Noël Burch, El tragaluz del infinito: p.17. Las cursivas son mías)
Que no haya un afuera positivo y
ontológicamente objetivo, una verdad virgen del espectáculo informativo y
comunicativo, no implica que éste pueda constituirse como un todo. Y el que no esté al tanto de esa diferencia éxtima
e irreductible, en la que habita la pulsión, caerá irremisiblemente en
las redes del circo mediático. Estar al tanto de ello implicará que se
pueda vivir la pasión política, pero no tanto caer en la ingenuidad de
que se pueda hacer un uso político de las pasiones plenamente dócil al
cálculo identificatorio. El neoliberalismo ha privatizado el fuera de campo,
como espacio de producción del sentido, igual que la sanidad, la
educación o la producción y distribución energéticas. Que estemos al
tanto de ello, explica por qué hubo comunicólogos o semiólogos en el 15M y hay tan pocos implicados en Podemos,
ahuyentados por la engañosa “claridad” (tan cerca semánticamente de la
“naturalidad”) del núcleo promotor. Por eso, creo firmemente que el
pensamiento comunicativo y fílmico han de ponerse a la altura de la
filosofía, la politología, el psicoanálisis y la epistemología. Hay que
atravesar el fantasma de la espectacularización informativa y no
regodearse en él con un goce cognitivo-conductual. Yo lo intenté hace unos años, pero, por motivos diversos,
reconozco que fue un intento fallido. Y sobre todo, recordar que no hay
cambio hegemónico sin amor, porque éste es el único signo de que se
cambia de discurso. Lo demás son sólo tendencias girando sin parar en el
círculo siniestro del capitalismo. Por eso, sí, mucho mejor Galeano que Juego de Tronos. Pero no está de más echarle también un ojo a Black Mirror. Facilita el tránsito.
(Este texto fue originalmente publicado aquí)
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