Se trata de un poema en 10 entradas sobre lo femenino como consustancial a la palabra, que cierran el poemario Ahora te veo, Eurídice.
Cesarán las lenguas.
Sí, sólo con el pecado aparece
la Redención, y su sacrificio no se repite.
Søren Kierkegaard.
I
Delimitemos el
ámbito de la chanza desalmada 
que en la caverna
esgrime sus lisonjas
luminosas para
escarnio de la carne 
que creerá que
hay vida otra
fuera del
perímetro mortal 
que dibuja la
carne misma:
el objetivo
esencial de la poesía 
es fundar la
verdad en la palabra
en la
exactitud de su infinita diferencia del concepto.
La verdades
son sonido, 
nada son sin
la emboscada 
que las funde
como el lacre
de los astros
derramando 
su líquida
crueldad contra la costra 
mórbida de las
llagas atroces 
que sufren por
naturaleza 
los soplos
encarnados de dios padre. 
Las verdades
transitan la brisa térmica de los gemidos,
recalando
siempre en la encrucijada germinal 
de los sonidos
que se prestan,
pero no pueden
ser vertidas 
en la urna
cenicienta 
de una fórmula
silente. 
La verdad no
es álgebra, 
el álgebra es
en todo caso su esqueleto
y la verdad, 
es sólo carne,
la declinación
más corruptible,
menos
universal, del universo.
II
La letra
desprendida es marca del delirio
en la carne
que se hace 
sagrado
templo de constancias insensatas,
címbalo retiñendo
el son venéreo 
del
cataclismo sosegado de las rosas, 
aterradas
todas de ser metáfora 
de juventud
reiterada hasta el hastío 
del alma
enferma contraída 
de siglos
literarios.
La letra
suelta es la miseria 
del gurú de
sudario blanco 
que autoriza 
su
prepotencia en un dios muerto que venera
el engranaje
enfebrecido de las horas 
repitiéndose
en los intestinos impolutos 
de las
máquinas eléctricas.
No hay empeño
más mezquino, más inútil y más huero
que el de
pretender completar las verdades, 
concibiéndolas
universales, 
restándoles
su son relativo, 
su genética
carnal, su lengua.
III
La frontera
del sentido es la frontera del mundo:
la carne con
sus perfiles azules de lengua de lagarto emponzoñado 
de soles del
desierto, 
lo cual no
quita que sueñe 
con poder
escribir alguna vez
una digna
metáfora del miedo.
La lengua, que en mí encuentra su límite y estalla
y se retuerce, y habla.
No hay verbo
sino estallando en la carne, 
porque la
palabra es el encuentro 
humillado y
abisal 
del espíritu
contra el
imposible de pensar
que es la
frontera del ser, la misma piel horadada.
La palabra
es el tumor imperial del ser viviente
que cuenta
el tiempo por su falta.
La muerte
tritura los sigilos de los astros y los entes,
hace de la
carne el escenario peregrino de la vida,
migración de
los silencios.
Saberse de
la muerte es conquistar la gloria
de la
lentitud que es rebeldía 
contra el
amor inmenso, tierno, acusador que siente
la felicidad
por el esclavo.
IV
En el
principio era el verbo 
y al final no
quedará
más que
ceniza de la lengua incendiada de deseo. 
Eso nos lo
enseña la variable, 
connatural a
la palabra,
que es el
misterio 
inconcluso de
poder ser mujer, 
milagro
frágil, precario, serpentino, 
que estalla,
cáncer del cosmos servil,
en la herida
sacra de la piel, que en esa herida acaba y es
palabra
insolente.
El verbo es
amor y dignidad de ser mujer. 
La especie
humana,
desnaturalizada,
mutante, 
se anima
porque carece de hembras;
nuestra
promiscuidad con el verbo
las ha hecho
mujeres 
y en lugar
del instinto 
tenemos la
voz que clama,
y en lugar
del destino 
de  procreación tenemos la muerte,
y en lugar
del afecto gregario y leal, 
tenemos el
amor a la distancia
                                        infinitamente
exacta 
que nos
exilia del universo y de sus leyes.
V
A medida que voy envejeciendo
-no creo que a esto que yo hago 
pueda llamársele madurar-
se va afianzando en mí la idea fantástica de que hay más vida
tras esta vida.
No sé si he enloquecido
o es el pavor de esta edad 
que va partiéndome por la mitad
la peregrinación al ángel blanco, 
pero siento que en la duración mera de la carne,
contrariamente a la eternidad
celular que un joven siente,
no puede contenerse el vendaval
de las ansias de todo
lo que me queda por hacer y por sentir.
Pero no hay goce ni pasión,
ni voluntad ni entusiasmo,
ni poema por escribir,
ni amor por decapitar,
ni catástrofe por cantar,
si no en el cuerpo,
este cuerpo en que yo creo,
palabra encarnada,
                grito cárdeno, voz roja.
Deseemos, pues, un cuerpo eterno,
un cuerpo que jamás cese
de hacerse digna y sabiamente viejo.
VI
Miro el mar
desde la ribera,
lo veo
sestear melancólico 
en su lecho
de eternidad
escondiendo
su médula 
de laxitud y
lascivia,
que disimula
en liturgia 
que permite 
hacerse carne
a los duelos. 
Esquivo y
desalentado
es mi mar
voraz y quieto,
tan
monstruoso, tan peregrino, 
tan
heterosexual, tan insensato.
La materia de
la escritura que se aleja 
sin fin de
los conceptos 
no es, pues,
otra que esos entes plásticos 
que el
corazón segrega 
y que
llamamos recuerdos.
La poesía, la
escritura verdadera, 
que se aleja
infinitamente del concepto, 
se enfrenta
al imperativo de reflexionar 
sobre cómo ha
de  mirar
un pasado que
eterniza 
–que
cristaliza, que esclerotiza, que entumece- 
en su oficio.
Es, si
hablamos de poesía, 
si empeñamos
la palabra,
la cuestión
ineludible de la muerte.
No hablo del
fin del impulso caprichoso 
que decide
extraer del ser a la materia
y de sus
flujos, 
sino del
confín esencial del tiempo, 
del recodo de
cada instante rebosante 
de ultimidad
volcánica aún,
que lo hace
vivo y anima
su anodina
eternidad.
Si queremos
decir la verdad,
necesitamos
fijar una posición exacta 
frente a la
muerte,
salvajemente
moral, que equidiste 
del
melancólico resignado que hace del cántico 
a la muerte
un parapeto 
ególatra para
ese manantial de dolores luminosos, 
de llagas
exhaladas, que es la vida,
tanto como de
la estulticia zafia, 
cobarde y
optimista 
de los
ignorantes y felices 
que morirán 
sin haber
rendido cuentas.
Mi propuesta:
estar más cerca siempre 
de la noche
golfa y radical de los borrachos, 
que de la
cocaína con sus certidumbres caudalosas.
¿Por qué me
dice el mar con atributos de mujer,
por qué lo
animo con la mirada improbable
que denuncia la injusticia cósmica de saberse amado?
VII
Si queremos
decir la verdad
en su
infinita distancia exacta del concepto,
necesitaremos
inventar recuerdos verdaderos,
hijos de la
existencia auténtica,
porque la
vida es un hilván ralo de milagros 
entreverados
en la textura raída del tedio.
Pretender
una vida llena, 
una vida sin
noticia de la nada, 
una vida
toda henchida de milagro,
banaliza los
milagros, 
y los
convierte en la más impía de las blasfemias, 
de las
calumnias infligidas 
al dios
creador del mundo: 
la felicidad
como meta de la vida, 
impostora
criminal de la angostura 
del camino.
Pretender
pasar por esta vida evitando las tragedias 
que el azar
proponga,
sin degustar
la esencia impura
de la misma
hecatombe de estar vivo,
el sabor de
los regueros de la sangre 
de la bestia
sacrificada en tempestad
y  negarse 
a la
hemática promiscuidad,
plena de
aromas bélicos y rugosos de aguardiente,
en su
fétida, agreste y suculenta cárcava copiosa,
es negarse
las esencias –a las fragancias- de la vida:
la vida en
la escritura y en la vida
se tamiza
por las ranuras del pecado,
hijo de la
ley, hermano de la gloria.
VIII
Amar la vida
es desear 
la
reiteración inédita del desencuentro.
Inédita,
entusiasta y espantada.
Yo, 
que soy
esencialmente inexperto 
en esencias y
he resucitado tantas veces 
de las fosas
sépticas del álgebra 
gracias al
elixir del dolor vivificante, 
he tenido que
recurrir tantas veces al fracaso 
para
establecer una distancia 
insalvable
entre el sonido y el concepto.
Paladear la
vivencia del tiempo desnudo y pesado, 
del tiempo
que se descarna sin milagro,
sin
acontecimiento, 
en la
existencia que supura ansias esenciales.
El amor es el
acaecimiento que relumbra entre la nada,
alegría en la
muerte posible; 
la felicidad
es la negación del acontecimiento y la alegría,
muerte
radiantísima, impura, mentirosa.
IX
El cometido
del poema  es, pues, 
construir una
oquedad para que la esencia encalle, 
un nicho
alquilado a la muerte
del que la
verdad surja 
como de su
cesto la cobra encantada, 
como el
reverso de un cielo.
Y cantar,
poema tras poema, 
tramando una
urdimbre 
salvífica e
impostora en cada verso, 
al amor en
estado puro, 
mucho más
puro que los objetos
en que se
derrama y que le devuelven su luz.
Lenguas,
profecías, conocimiento: 
nada de eso
nos concierne.
Sólo nos
atañe el canto en el envés 
menos
embrutecido del concepto
que es la
palabra que suena,
palabra que
es fundante y no es profeta, 
palabra que
es llanto y no teorema,
palabra que
es la alegría del acontecimiento de gracia 
con el que un
dios nos ama y piensa.
Un dios que
no es concepto ni ortodoxia,
un dios del
que sólo sabemos por el amor, 
por las
mujeres, 
por lo
imposible, por lo irredento.
Un dios sin
leyes,
dios único y
verdadero, con minúscula, 
afectado
de  humillación hecha carne, 
este dios que
es mi fantasma familiar, 
este dios del
que no me atañe la existencia, 
porque los
entes que más eficazmente operan 
son aquellos
que no existen, 
que sólo son
pura palabra, 
puro amor,
puro verbo, puro temblor, pura diferencia.
X
La tarea de
la palabra es desnudarse del concepto,
desguazar el
argumento, 
extraer a la
verdad del campo de batalla,
restregar por
la cara emputecida  de la idea
la vileza de
su suplantación de la verdad 
que se
lamenta verbo,
transimiento
de vigilias en el tiempo 
sin color de
los astros que se ven porque está oscuro.
Es lo que
podemos aprender de las mujeres
la humanidad
toda
prepotente
que se ha fundado en la ignorancia
(a mi me a
tocado amarlas, a otras les ha tocado serlo,
a ninguno
poder confundirnos en universo):
que el amor
es la radical diferencia entre la palabra y el concepto,
por ello
quedará cuando
cesen las
lenguas, y culmine su ocaso 
la pasión
frágil –¡y tan viva!- del conocimiento.
Es por eso,
que ahora vemos 
como por
espejo:
la realidad,
el delirio común de los mortales,
no es más que
un pálido reflejo, avaro
llanto
ennegrecido de la suerte.
Pero luego
conoceremos como somos conocidos,
como dios nos
conoce y ama, 
sin sentido, 
porque el
sentido es una debilidad humana, 
un merma del
amor por la locura 
razonable de
los bienes y el hechizo
de las artes
nigromantes de los signos. 
El amor, la
pasión, la entraña, 
la carne en
que la eternidad desfallece en tiempo
                                                             y
estalla,
conquista de
lentitudes inhumanas,
no tiene que
ver nada 
con el bien
de los mortales.
Por ello
necesitamos las rotundas 
verdades a
medias del poema, 
la
desesperación de la razón por la palabra
que la
impugna,
porque el
amor sin felicidad, el amor verdadero, 
siempre
inconcluso, 
como por un
espejo ejecuta a los profetas
aunque ame
con pasión a los oráculos,
porque su
decir inescrutable
también se
dice siempre a medias.
El verbo es
el amor en la exactitud 
de su
diferencia infinita 
con la
felicidad inequívoca de la muerte,
tiniebla
sacra que ataja la locura
de la
búsqueda pecaminosa del sentido.
Es la metapoesía una grata sorpresa y tú su intérprete preciso.
ResponderEliminarMuchas gracias, Carmen Álvarez. Peferí sí hacerlo. :)
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