Flores sin nombre.
José Antonio Palao Errando
Para Eva, que ha osado acometer la hazaña de ser una.
Si mettre en scène est un regard, monter
est un battement de cœur. Prévoir est le propre des deux ; mais ce que
l’un cherche à prévoir dans l’espace, l’autre le cherche dans le temps.
Supposons que vous aperceviez dans la rue une jeune fille que vous plaise. Vous
hésitez à la suivre. Un quart de seconde. Comment rendre cette
hésitation ? A la question : « Comment l’accoster ? »
répondra la mise en scène. Mais pour rendre explicite cette autre
question : « Vais-je l’aimer ?» force vous est d’accorder de l’importance
au quart de seconde pendant lequel elles naissent toutes deux. Il se pot donc
que ce ne soit plus à la mise en scène proprement dite d’exprimer avec autant
d’exactitude que d’évidence la durée d’une idée, ou son brusque jaillissement
en cours de narration, mais que ce soit au montage de le faire.
Jean-Luc
Godard.
I. De la verdad
1
Un niño, imaginemos un niño. Un niño
cualquiera, podría ser yo, pero no necesariamente. Técnicamente, no estoy
ejerciendo de autobiógrafo sino intentando aislar una sensación. Esto es poesía
y por lo tanto hablo de un momento lógico, universal y corruptible en el que,
muy improbablemente, podría reconocerse cualquiera. El momento del que hablo acostumbraría
a tomar cuerpo en el transcurso de un juego escolar, o de una fiesta familiar,
por ejemplo. En general, una celebración asidua, cíclicamente repetida sin la
intermediación ingrata de un porqué explícito, a la que uno le ha otorgado toda
clase de adherencias míticas, respaldadas por la inercia activa de la sonrisa
adulta y la espontánea algarabía de los otros niños, a cuyos extraños ritos les
otorgamos el fundamento de la inercia sonriente de sus propios adultos, inercia
que para un niño constituye siempre el amparo de una naturaleza. En medio del
marasmo ordinario de una exultación semejante, de repente algo no concuerda, un
ínfimo detalle desbarata la unicidad sagrada de todas las sensaciones en la
sustancia dionisíaca del sentido asegurado: puede ser un juguete que exhibe con
impudicia su propiedad ajena, un sabor desesperado en una golosina que incita a
sospechar que hay más de una familia, una caída que no cuenta con el correlato
de una jovial y fingidamente distraída atención inmediata, o una sorpresiva
reprimenda que se excluya de la lógica cadena de goce que se enmarca entre la
provocación perversa y el amor materno... En este fatídico momento infantil
universal al que me refiero -y del que ningún humano escapa- uno descubre, por
primera vez y de manera irreversible, que las alegrías no le pertenecen, que
uno no pertenece a las alegrías que siente y la felicidad aparece abruptamente
como un estado designable, adjetivo, ajeno, interrogante, inducible, y uno
descubre del mundo los estados, y que nada significa sin esfuerzo y que la
sonrisa de los vívidos ancestros alberga la proverbial indiferencia del
autómata. Es, sin duda, el momento de mayor perplejidad de una vida humana,
legible en esa mirada desamparada del niño desorientado que descubre que nada
vadea el abismo de la decisión ante la extranjería del mundo, que los
significados distan de las cosas, son de un orden distinto, y que es
puntualmente necesario un hercúleo esfuerzo mezquino de amor, rencor o letargo
para que el mundo rinda cuenta del sentido, para coordinar en un flujo
tolerable la ferocidad por ser otro con la que se bate cada uno de nuestros
semejantes. La alteridad se revela aquí como un aquelarre siniestrísimo, como
una crudelísima orgía mineral, y la realidad como una conjura universal de la
que participan los otros, absolutamente todos los otros, que han ordenado su
existencia al fin único de gozar sin tregua de nuestra ignorancia –trágicamente
traicionada por esta inevitable contingencia- y ocultarnos el secreto
fundamental del cosmos: la existencia del dolor, la discontinuidad del amor.
Todas las extrañezas y decepciones que traigan después los años (del
descubrimiento del desamor de quien se ama, a sentirse un estorbo para los
hijos o cualquier otra atroz traición o desprecio infligido) son su pura
reminiscencia.
Esta sensación de revelación bárbara, en
su esencia escénica, constituiría un magnífico vehículo metafórico por su
simplicidad y su rigurosa esencialidad –su pulcra desnudez significante- para
describir miles de sensaciones que experimenta un adulto decente. Se trata de
una perplejidad tan anterior, tan fundante, tan determinante, precisamente
porque aún no se cuenta con la valiosísima herramienta del odio, esto es, de la
lucidez en su vertiente operativa, práctica. Porque descubrir que ser amados no
es lo natural difiere sin fin de la necesidad ulterior de ser reconocidos
–temidos, odiados, etc.- como su fantasía sustitutiva. Podría pensarse que
estoy describiendo el banal descubrimiento de la hostilidad del mundo, de la
agresividad de los otros, de la lucha por la supervivencia, homo hominis
lupus, etc. Pero no estoy hablando específicamente de eso, sino de otra
sensación anterior. No muy anterior, no muy lejana, sólo infinitamente. Sólo
irreductible: la constatación de que el amor por uno no es el principio por el
que se rige el universo es radicalmente heterogénea de la ficción consecuente
según la cual es el poder el que lo hace. De hecho, el primer odio sentido,
como todo el mundo sabe, es la primera demanda de amor realmente honorable,
legítimamente desumbilicalizada, el primer pulso interactivo con el mundo en el
que le suponemos, muy a nuestro pesar, su más alta dignidad, que es la de ser
una máquina mal programada, un software cuyo código fuente no es
propiedad intelectual de nadie que nos ame.
Centro estructural y motivo principal de
este texto: ante tu huida he experimentado la sensación lúcidamente aislada y
torpemente descrita en los párrafos anteriores.
Ante tu huida, la noche, el cielo
discontinuo, el pintarrajeo arbitrario de las constelaciones. Con tu partida he
enviudado eternamente de la felicidad, y ante mí se erige su mausoleo como el
de un antepasado ignoto frente al que el respeto es un descargo pobrísimo de la
ausencia de dolor y de nostalgia. Contigo
se ha ido la vida que me fue soñada, con tu ausencia la necesidad de vivir se
ha convertido en libérrima extenuación. Tras de ti, el amor ha dejado de ser
una amalgama pánica para desvelar el éter incoherente que fluye entre los
cuerpos, dibujando torpe el fondo disforme de un firmamento sin causa. En el
desamparo uno se halla, y en esa inminencia he vuelto a descubrir que nada es
el mundo sin mí. Qué cansancio, qué enorme cansancio el de la alegría después
de ti. Qué cándido artificio de la rabia.
2
Añoro la felicidadante todo porque es un descanso.
Sería hermoso, a estas alturas,
hacer de la resignación su secreto,
avenirme al estoicismo de una vida no alcanzada
y limitarme a perdurar,
con los ojos flotando alelados e inhóspitos,
aceptando que nunca podré verme mirar.
Hoy, sobre mis muertes reiteradas,
y atónito ante la resistencia inconcebible de la realidad
contra cualquier esfuerzo por violentarla,
ya he comprendido que la vida no tiene secretos,
sólo arquitecturas que braman
por convertir en su carro de fuego
cada uno de mis poros,
y a las que respondo con la abstracción
de un llanto cristalizado tras cada elección,
con su carga irrevocable de libérrima desdicha.
Es a esta cristalografía del llanto
a la que agosto vuelve cada vez
y me hace humano.
Hasta el aire vacío tiendo la mano,
y me siento unido a esta brisa deshabitada
que me hace hombre. Nunca como en agosto sé,
cosas de la biografía,
que una nada densa y desigual
es el único residuo de la identidad humana,
tiniebla que se escande en la cristalografía
de mi llanto de ejes curvos.
En esos momentos es cuando más añoro
la capacidad de volcarme hacia los otros,
que creí tener una vez,
y volver buscar en la piel
de los que no soy la dicha,
y franquear aturdido la verdad
con el aire que circula manso entre las pieles,
a veces humo, otras gemido alado,
algunas risa.
Pero cuando me vuelvo a ellos
y los veo
fabricar la perla de su felicidad
sobre la esquirla de su bajeza,
regalándome la rugosidad de su valva opaca
en forma de destino singular,
entonces comprendo,
en el seno lluvioso de mi llanto axial,
que no me envidien,
y juzgo sagrada su incapacidad
de invertir en muerte
el tiempo indivisible del paraíso,
depositando sobre este mundo
una dádiva tierna que nadie les ha pedido,
tal y como yo hago.
Está claro, en días como éstos,
que no hay más verdad que los otros
corrompiendo la abstracción
con sus rostros criminales.
Mientras,
yo macero mi escaso tiempo en renuncias,
cuando en realidad deseo
–y, en verdad, tan sólo sueño-
depositar mis palabras
en el oído de una mujer hermosa
para que vayan decantándose en sonrisa con soltura.
Arquitecturas tiránicas
seguirán desgarrando mi piel
con sus estiletes de matarife
y yo querré
seguir depositando mis palabras
en un oído de mujer,
que no se conformará con ser sonrisa
y querrá hacerse mujer entera
–arquitectura tiránica arraigando en mi piel,
que la brisa navega cruel y cálida-
y me negará su alegría,
como hacen los ideales,
con su ígnea transparencia.
La vida no tiene secretos.
Lo sé
como que una vez fui joven y creí
que la juventud era la vida
y que el tiempo carecía de mí,
que yo le podría ser necesario.
3
Mi vida es víspera violenta de la auroraen que los otros despreciarán su humanidad
y serán dignos de mi amor como sus ojos.
Les veo mirándome al fin como a un coloso
que quebrantara el horizonte con su sombra,
desvelando el misterio irrefutable que autoriza
que la silente oración del ermitaño
y el tormento inconfesable del poeta
enternezcan el orgullo maquinal del universo.
Y ellos me escucharán y yo
sentiré inútil mi lamento,
como lo ha de ser la fuerza de carácter
en el momento mismo de la muerte.
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