Ni el mundo, ni el demonio.
...el sentimiento ingrato de la inseguridad
que acompaña a la dicha
Francisco Brines.
Gacela con predador lento
I. Poética
Fue casi en otra vida,
invierno temprano de mi existencia,
tiempo de catástrofe y cobardía
donde todo mi ser parecía
poseído de una pandemia
de exasperación lenta,
crepúsculo
en el que el corazón se resistía
a forjar su docilidad
al sabroso inconveniente de estar vivo.
Me conjuré en ese entonces
para mudar
el páramo amnésico
de mi vida en un jardín
(o desván tal vez)
en el que levitaran
recuerdos bellos,
pasiones memorables,
la piel de ellas y mis besos.
Quería escribir versos
con otra materia
que las palabras huérfanas,
era una conjura nueva
con la que enaltecer
la osadía ante el abismo,
conjura que había de tomar
de una poética
el semblante preceptivo:
rememorar exclusivamente amores
que hubiesen sido consumados,
dejar atrás al imberbe torpe
que temía declarar sus intenciones
y ataviarlas con el velo aventurado del deseo.
Resolví pues que mi escritura,
que desde siempre
se confunde con mi vida,
constituyera un tratado
de la experiencia pura,
que su música fuera el fracaso,
que la muda frustración quedara
depurada de cada una de sus líneas.
Y ahora, tantos años
y recuerdos,
y cuerpos
y fracasos después,
me encuentro con la sempiterna paradoja:
la vívida memoria no es digna
de rozar siquiera
la leve sandalia de un anhelo,
las mujeres que he amado
ya no son
ni cenizas incrustadas en el viento,
pasiones pasajeras que buscaron
otros aires,
otro sur,
otro verano
que las librara de la seducción
inexpugnable de mi invierno.
Y mi ahora es siempre
este momento
en el que puedo saldar
con una metáfora arrogante,
con la soberbia gelidez de una agudeza,
los siglos de instantáneo sufrimiento
que me hizo sentir
cada una de ellas.
Galatea de las Esferas (S. Dalí, 1952) |
II. Más dura que el mármol
En fin, que me hallo de nuevo
ante el desdoro lacerante,
ante la vergüenza repetida,
de escribir sobre amores imposibles,
sobre goces no vividos,
los únicos parece
dignos de un poema
Evocaré, pues,
el más imposible de todos
porque no sólo no podré
jamás tenerla
sino que me sería
imposible hasta el amarla.
Su conversación me aburre,
sus antojos me indignan,
su soberbia me da risa
cuando puedo tomar
la distancia suficiente
para no acabar siendo su víctima.
Es ignorante,
egoísta y atrevida
y ha disfrazado su siglo,
de una égloga digna arpía,
con encajes fantásticos
que amortajan su destino
y la exilian de la vida.
Sin embargo, cuando veo su espalda
tan fabulosamente erguida,
tan bien terminada en una esfera
cuya textura pétrea
evoca la materia
pura de los sueños,
cuando me encandilo
con sus colosales manos
que culminan unos brazos
fantásticamente esbeltos,
su cuerpo indiscernible
de una piel resbaladiza
como el final de una quimera,
pura tentación del tacto,
sin honduras
en las que anclar un impaciencia;
cuando maldigo
la inconsumable obstinación
que le consume la vida
-ávida barragana pulcra
de la castidad y el hielo-,
entonces
hasta tal punto la deseo,
que por ella desertaría
de cualquier amor eterno
abolido sin cesar
por la presencia mórbida del fuego.
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