Ahora que me han dado la agradable, a la par que absoluta, sorpresa de ser finalista de un concurso de "tuitrelatos" (#tuitrelatohn), os cuelgo lo más parecido al microrrelato que he escrito en mi vida. Lo que pasa es que yo les di el estatuto de poemas (proemas los llamó alguien una vez). Ambos estarían includos en mi poemario Flores sin nombre y, como tales, no tendrían título. Pero eso sí, forman parte de sendos capítulos que sí lo llevan. Ahí van.
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Un recado de la corte. Otra vez, mi
tirano demanda que proyecte para él un palacio. Le insisto, mi dignidad
horizontalmente desplegada sobre el plano tangente a la punta de sus babuchas,
en que todos sus palacios devendrán mausoleos, y que sólo se muere una vez y en
un único cadáver. Su soberbia le impide atender a mis palabras. Me escruta con
el rayo de odio con que miran los poderosos cuando les sobreviene la conciencia
de que dependen del cuerpecillo insignificante de un cobarde ante la muerte
para declinar sus sueños en materia. Pero es la espada que siempre cuelga de
las nervaduras bajo las que se cobijan, y están acostumbrados a convivir con
ella sin ninguna alteración del pulso. Yo, por mi parte, temo demasiado el
tormento de los días indiferentes que me depara su soberbia enojada si no
cumplo sus deseos.
Me muerdo los labios, las lágrimas se
agolpan en la garganta, las uñas taladran las palmas de mi mano, los párpados
estrangulan la coriácea luz del sol. Una vez más, comienzo los preparativos
para el viaje. He de visitar todos los mausoleos construidos, desde que el
hombre es hombre, para no caer en el negligencia de construir uno de rango
inferior al de algún emperador al que él sueñe infligir su real desprecio.
Empezaré, una vez más, por los que ya le construí. Sé que es a la memoria de sí
mismo, soñando los proyectos que ya han degenerado en materia suntuosa, a quien
más empeño tiene en humillar.
-Tardaré en volver -le advierto. Las
técnicas han evolucionado mucho y no cesan de erigirse arquitecturas cada vez
más insólitas y complejas.
-No me importa, sabes que soy eterno y la
posibilidad de la muerte no me inquieta –me responde displicente, mientras acaricia
la arrebatadora nuca de su última concubina, forzada al abandono del hombre que
la amaba.
Recojo mis utensilios de geómetra,
estremecido por la rabia, a punto del llanto. Me había hecho a la idea de que
mis últimos días iban a habitar el júbilo de la obra consumada, y la admiración
benevolente y agradecida de mi amo deshaciéndose en elogios precisos, que son
la forma suprema del silencio.
Monto en la cabalgadura mi esqueleto
dolorido. Parto. No sé cuando volveré. El populacho lanza abucheos a mi paso,
enterado de mi viaje. Saben que mi misión les traerá nuevos trabajos y
aflicciones. Yo, ni les oigo. Me obsesiona la idea de morir sin haber colocado
la postrera piedra de su último mausoleo.
(Perteneciente al Cap. XIX, "Del Deber")
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Era pequeño, rubio, barbudo. Su presencia
juguetona y prodigiosa se nos había hecho amable y necesaria. Estábamos
sinceramente preocupados por su bienestar, así que nos decidimos a hacer una
visita a su morada. Encontramos un humildísimo predio, a orillas de la
corriente fluvial, y supimos que nos había mentido. Conseguimos localizarlo e
interpelar su mirada infantil, del color de un crepúsculo pacífico y del
firmamento barroco. Le dijimos que era imposible que escondiera todas las riquezas
que se había ufanado de poseer en aquella humilde parcelilla, llena de
hierbajos agrestes, y con un sencillo cobertizo de lona como único cobijo. Nos
respondió: “pues las tengo a muy buen recaudo. Vosotros habéis buscado en esta
pobre fracción del espacio, pero –aquí, su rostro de querubín refulgió pleno de
gloria, envuelto entre dorados, como el pubis inmaculado que soñara un trovador
atrapado en la maraña de sus metáforas banales- todo mi tesoro está
inexpugnablemente guardado en el tiempo”. Nos ofreció una explicación
convincente de en qué consistía la arquitectura de su guarida invisible, alzada
con el único material de los instantes inasibles. Pero por más que lo intento,
en esta vigilia tridimensional y achatada, no consigo recordar la urdimbre de su
argumentación. Sólo recuerdo que era una explicación lógica, bien protegida de
cualquier posible refutación, una elegante trama de conceptos brillantemente
concatenados, y no una vulgar parábola edificante, henchida de fatua sabiduría.
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