El cierre de
RTVV es el mayor escándalo que se ha producido en el ámbito histórico de la
Comunidad Valenciana (estricta y administrativamente hablando: no del País
Valencià, la región valenciana, el reino de valencia o el levante español: La
Comunidad Valenciana es un ámbito histórico-administrativo muy concreto que no
debe ser confundido con todas esas otras realidades más o menos fantasmáticas).
Sonará excesivo en una tierra gobernada por un partido que ha expoliado sus
arcas públicas con eventos brutalmente propagandísticos, que ha colocado miles de enchufados en todas
partes, que ha arrasado con cualquier rastro de un sistema financiero propio y
que tiene más de cien imputados entre sus cargos electos. Pero el caso es que
un escándalo no se mide solo por los valores éticos que traiciona o por las
valoraciones económicas y sociales que merece. Es componente esencial de un
escándalo su dimensión escópica, de espectáculo. Y como espectáculo éste ha
sido sublime. Gigantescamente torpe y obsceno.
Decía en mi post anterior que uno
se maneja con axiomas, con principios que parecen evidentes y que uno no se
cuestiona continuamente, precisamente porque, si son sólidos, han sido producto
de una larga reflexión. Cuando me acerco al análisis del discurso político
estándar y de sus destilados mediáticos, mi axioma es que la política
convencional de los partidos profesionales está completamente en manos de sus
discursos programáticos y estratégicos. O sea: nada de autenticidad, nada de
espontaneidad, nada de sinceridad, nada de verdad. Nada de intentar entender el
mundo para actuar sobre él, sino de mantener un discurso pétreo con el fin de
dar una sólida imagen de marca que lleve a ganar elecciones. En suma, la
comunicación se ha convertido en el campo de enunciación único de la política. Y ello tiene como corolario inmediato que,
por definición, un político profesional no comete errores. Sí, sí, sé lo que he
dicho. No comete errores comunicativos, de interactuación persuasiva con su
electorado. Los errores pueden ser muchos en la praxis, de hecho el mayor
patrimonio de la política institucional es el error, pero no en los enunciados,
no en los mensajes. Posiblemente, tampoco en la enunciación. Sólo así se
entiende que Zapatero tardara años en reconocer que estábamos en crisis o que Rajoy
tuviera por única estrategia callar cualquier posible propuesta para ganar las
elecciones.
Ahora bien, Artur Mas ya me hizo
cuestionarme este postulado de la imposibilidad del político profesional
contemporáneo para equivocarse, es decir, para dejar asomar alguna clase de
verdad en su discurso, cuando al convocar elecciones en 2012 reivindicó su muy
humano derecho a cometer estupideces. Yo siempre he pensado que Mas no tiene la
más mínima intención de declarar la independencia de Catalunya, sino de
eternizar el simulacro de una polémica sin fin, que es lo que hacen los
partidos políticos en el poder para confutar cualquier riesgo de auténtico
antagonismo dialéctico. Mi argumento: que vendía la independencia con las
mejores técnicas de márketing, aduciendo que la ciudadanía podía actuar sin
ninguna responsabilidad (es decir, con todo el “empoderamiento” soberanista) sobre
el proceso, sin jugarse ni su vida ni su hacienda, sin auténtica lucha real
contra un enemigo terrible y armado como lo es el Estado Español. Evidentemente, si convocaba elecciones era
para controlar ese proceso de un modo mucho más férreo por medio de una mayoría
más amplia. Y ya sabemos lo que pasó. Al parecer ninguno de sus seguramente
harvardianísimos asesores le advirtió de los riesgos que implicaba trasladar
una límpida operación de márketing al terreno de la consulta electoral
efectiva.
Cuando nuestro molt honorable particular,
Don Alberto Fabra, comentó el otro día que pretendía cerrar RTVV, mi primera
reacción, como la de casi todo el mundo, fue quedarme de piedra. ¿Sería posible
una rabieta así en un hombre que se gasta un dineral en asesores y coaching? Desde el principio aquello
parecía un torpísimo farol de un jugador de póquer suicida. Cargarse el medio
propagandístico y comunicativo más potente con el que contaba, y encima
quitarles a muchos profesionales de la información apesebrados el último
eslabón de la cadena con que podía sujetarlos, el sustento. Y con ello
convertir al instrumento que había sido el andamiaje mediático del proceder
caciquil de su partido en los últimos 20 años y, no sólo eso, convertirlo en la
peor de sus pesadillas. De hecho, tuve una cierta esperanza de que no hubiera
perdido su fascioneoliberal cordura cuando vi que algunos de sus más insignes
acólitos se ponían al frente de los informativos y debates autogestionarios del
personal de RTVV y pensé de nuevo en la lógica del simulacro: perdido el ERE,
se trataba de una maniobra perfectamente planeada para hacerse con el control
total del ente, capitaneado ahora por sus más fieles con el apoyo de la masa
salarial. Pero no. Ahora va, y parece que no. Con todo el empecinamiento del
que ha sido capaz y con un proceder berlanguianamente (me encanta este adjetivo
que ha corrido por las redes sociales) esperpéntico, tras una agonía bufa (por
la parte del Consell) y cruel (por parte de los trabajadores y la sociedad
civil) de 18 horas, Canal 9 fundió definitivamente a negro el pasado viernes
29.
En alguna intervención que he
tenido en facebook estos días he calificado a Canal 9 con el término
que Ernesto Laclau acuñó para designar esos enclaves simbólicos que propician
una hegemonía política al concitar
una serie de identidades a través de una visión particular que puede así representar
puntualmente a la totalidad de la sociedad: significante vacío. En
terminología política postmarxista, el surgimiento de un significante vacío es precisamente un momento de irrupción de lo político, de presentación de la
política mucho más allá de su pura dimensión administrativa. “Canal
9” se ha vuelto efectivo, precisamente, cuando funde a negro, cuando
tiene un contenido 0. Es entonces cuando ha concitado una unión popular que
nunca antes, dada su línea obscenamente progubernamental, hubiera podido
aglutinar. Nuestro molt honorable,
como el del norte, se ha llamado a engaño. Probablemente, es uno de los grandes
males de la ciencia política actual: fue engañado por las estadísticas y las
encuestas, que parecen la única fuente de conocimiento digna de tal nombre. Probablemente,
los adeptos a estos fetiches numéricos le dijeron que, total, la audiencia de
Canal 9 estaba bajo mínimos y que cuando se encuestaba a la población todos los
indicadores apuntaban que estaba totalmente desprestigiada, como fuente de
información y como fuente de conocimiento.
Pero lo que sucede es algo muy
simple: se puede encuestar a una población, pero no se puede encuestar a un pueblo. Se puede muestrear a un
electorado y extraer unos preciosos quesitos o semicírculos de colores, y unas
preciosas líneas quebradas sobre la intención de voto. Nada contra ellas,
porque pueden tener su utilidad como auxiliares del conocimiento, pero en el
sistema mediático y comunicativo de una comunidad nacional hay más que los
datos numéricos y estadísticos: Un
sistema mediático tiene leyes que van más allá del dato concreto de
la audiencia.Nos hemos
preguntado cómo era posible que, ante el escándalo continuo de mayor o
menor
intensidad en el que ha vivido el PP en los últimos 20 años, siguiera
sacando mayorías absolutas aplastantes: derroche en fastos vacíos,
ninguneo de los servicios y derechos públicos (servicio es la limpieza o
el
transporte; derecho es la sanidad o la educación. Por distinguir, más
que nada),
censura en los medios públicos, el accidente de metro, la trama Gürtel,
etc. Disto
de tener una respuesta general al problema pero de lo que estoy seguro
es que ésta
no se va a encontrar sólo en las encuestas. Canal 9 tenía un papel esencial en
este poder del PP porque implicaba un subtexto ideológico, probablemente tan
inconsciente como presente en mucha parte del electorado valenciano: la ideología
del PP era regionalista y hablaba valenciano. Poco, pero lo hablaba. Muchos
votantes del PP en la CV (no en el País, Regne o regió), despreciados y
perseguidos por su lengua durante generaciones podían ver precisamente que la
ideología que los dominaba era “su” ideología: en valenciano se hablaba del
tiempo de su comarca, de los problemas de la agricultura, se retransmitía la Fórmula
1 y, sobre todo, se comentaban los problemas de sus equipos de fútbol. Podían
seguir votando PP porque con ello no traicionaban patria alguna, dijeran lo que
dijeran esos “rojos catalanistes”. Más allá de su presencia, Canal 9 era un
factor clave en el empoderamiento del PP por su existencia. Más que un poder
cuantitativo, tenía una función en un razonamiento lógico implícito. Y cerrarla
ha podido ser el último velo que cubría como coartada ideológica el obsceno núcleo
centralista, autoritario y corrupto del partido en el poder. Sin Canal 9, la fórmula
1 o la visita del Papa o la Ciudad de las Artes y las Ciencias o el Aeropuerto
de Castellón, ya no son intentos regionalista de poner a la Comunidad
Valenciana en el escaparate globlal, son un simple y corrupto atraco a las arcas
públicas para favorecer a negociantes privados. Eso, parece ser, ni ellos lo
sabían.
No habrá una articulación de
izquierdas jamás en el País Valenciano si no tenemos en cuenta su particular sensibilidad
nacional, por mucho que lo pretendan bienintencionadas propuestas
ciudadanistas, como las asambleas de constituyentes, por ejemplo. Y Canal 9 era
un buen calmante, un buen anestésico, un buen tranquilizador de muchas
conciencias. Es ahora, en negro, cuando podemos decir que puede servir para un
despertar. Despertar en otro color, claro. Del cierre de Canal 9 a “Fabra
dimissió” no había más que un leve paso propulsado por una aplastante lógica. Pasó
el instante de ver, ha culminado el tiempo de comprender. Ojalá el enorme
bloque progresista que se puede ensamblar ahora consiga que no se aplace sine die el momento de concluir. Gracias,
siempre a ellos (entre los que este escribiente se inscribe) por haber
mantenido la llama durante todo este tiempo oscuro. Por haber preparado el
instante político en que todo poder, por omnímodo que parezca, se muestra
discontinuo.
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