martes, 22 de agosto de 2017

La amenaza de la luz: apuntes pedagógicos.



Todo lo que ilumine, bienvenido sea. La luz, cuanto más potente, perfila mucho mejor las sombras, que constituyen la verdadera topología del conocimiento. Los objetos, con su superficie brillante, desorientan mucho. La verdad siempre está detrás del objeto iluminado, no en él ni sobre él. El campo de la verdad es la diferencia infinita entre la sombra y la obscuridad absoluta. Si el cine o la fotografía pueden ser instrumentos del conocimiento no es porque que atrapen la luz, sino sus diferencias. Son por ello, como ha dicho mucha gente, una escritura de las sombras. Que no nos ciegue la luz. Reducir el conocimiento a la Ilustración fue el viento que nos trajo estos lodos. Sería, tal vez, el momento de cambiar una hegemonía de veinticinco siglos. Pero sin ruido. Porque el ruido es un gran aliado de la luz. Y la sombra no es un castigo, como pensaron San Juan y Platón, sino la humilde naturaleza de un ente que se sintió en falta y decidió trabajar, amar y conocer. Esa reconciliación del ser con la sombra es la única posible y todas las religiones, incluida la ciencia, intentaron hacerle la guerra. Y ahí siguen. Ganaremos un trecho si empezamos a reconocer esta actitud por su nombre: cobardía. Y un adjetivo, mortífera. Los núcleos no irradian luz. Al contrario son un punto de convergencia de miles de haces de rayos, no su origen. La opacidad que se establece donde la luz es vencida por la opacidad es lo que interroga. Los conceptos -y no creo ser incongruente con Deleuze en este punto- son pura ficción: modelos o metáforas que intentan cernir esa complejidad imposible, esa contingencia última de toda verdad. Lo que dejan fuera, el caos que no pueden organizar, lo Otro que no pueden subsumir, se puede denominar de muchos modos. A mí me gusta lo real. Por eso, la verdad, cabe lo real que no puede incluir, solo puede decirse a medias. Tal vez, la Edad Media fuera la primera crisis seria del reinado  de la luz desde que Sócrates, Platón y Aristóteles hicieron lo posible por extraer a los sofistas de la genealogía del conocimiento griego como un extraño tumor. Léase El Sofista y se verá que el no ser, la completa obscuridad es su tema, la imagen como no-ser. Pero el problema es que el cristianismo hizo sentir la sombra como un castigo no como un hábitat e instituyó el reino de la luz más allá de este mundo. De nuevo, la realidad como la sombra de una luz prohibida a los ojos. Es la forma más económica de impedir cualquier emergencia de lo real, esto es, de que se pueda vislumbrar cualquier verdad en la realidad, en la sombra. De aquí ese desgarro entre inmanencia y trascendencia que asola toda voz de la verdad en Occidente. El gesto renacentista no fue sino atraer esa luz al mundo y fue la condena de la sombra. Soñar un mundo sin sombra es el castigo del hombre moderno por atreverse a comer el fruto del árbol de la ciencia. Y produce monstruos. Tal vez, por ello, los períodos más fecundos para la ciencia occidental hayan sido el siglo XVII (Galileo, Keppler, Leibniz, Descartes, y finalmente Newton, como camino de retorno a la luz) y los principios del XX (el principio de indeterminación, la relatividad, la física cuántica): son los periodos en que la  oscuridad se ha vuelto a atrever a decir esta boca es mía. Menos para la medicina, en cuyo reino jamás puede entrar la luz en su estado natural. El brazo del cadáver de “La lección de anatomía” de Rembrandt es tan cifra de nuestro destino como la calavera anamórfica de “Los embajadores” de Holbein.  En ambos, el saber aparece como una excrecencia escénica alrededor de la epifanía de un punto obscuro. Puede que hayamos dado la definición de un tumor. Y ello desvela que toda ciencia de la vida es vocacionalmente una oncología. No hay comprensión de la biopolítica moderna si no partimos de esa constatación. La medicina es obscura, aunque el mercado pretenda lo contrario. Los avances de la anatomía nos revelan cómo todo el intento de lo médico es orientarse en la obscuridad más absoluta, debajo de la piel, donde no habrá jamás luz si no es fuera de la naturaleza. Si hay un nuevo sujeto no deberá parecerse ni al hombre nuevo del comunismo ni completamente al superhombre nietzscheano. Es nuevo ente sería simplemente el que no se asustara con la verdad y, por lo tanto, no pretendiera evitar la sombra con el terror, la violencia, el miedo. En palabras de Freud, “alguien que fuera capaz de amar y trabajar”. Freud siempre fue muy obscuro, dicen aquellos científicos que se entienden mejor con los cerebros de las ratas y los reptiles.Las ciencias de la vida se avienen mejor con las épocas luminosas porque su reino es el más obscuro de todos.


(Este texto pretende no ser mentira. Por eso, no es claro. En todo caso, es una entrada de blog, y nada más. No lo pretendo. Por el momento. Si pretendiera que fuera otra cosa habría que darle otra forma y otro alcance. Para ser un artículo de impacto le sobra mucho contenido y le falta parafernalia. Tampoco parece que sea un poema porque para serlo le falta exactitud.)

PS: Como complemento a este texto, puede ser útil este Paseo por la cultura occidental moderna, de hace algunos años que acabo de colgar también en el blog.

Leo esta frase Ágnes Heller, tras redactar este texto:


-En muchos de sus libros defiende la modernidad, la razón. ¿Sigue confiando en la razón?
-No, ya no confío en la razón porque los totalitarismos nos han enseñado que los malos instintos pueden matar a miles, a decenas de miles, pero solo la razón puede matar a millones, porque la ideología basada en el pensamiento racional establece que matar es correcto. La maldad puede matar a unos pocos, pero es la persuasión, el llamamiento a la razón, lo que te puede llevar a hacer cosas mucho más terribles.

Es así de simple. Me ha leído, literalmente, el pensamiento.
Àgnes Heller, dignificando a El País. 



Cascada M.C. Escher, 1961.

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