martes, 22 de agosto de 2017

Paseo por la cultura occidental moderna.


Lo que os dejo aquí abajo es el epígrafe 8.2.2  (98-102) del libro Palao Errando, J.A. & Crespo, R., 2005. Guía para ver y analizar Matrix., Valencia: Nau Llibres. Está pensado para su contexto que es un análisis de la película, pero creo que puede complementar de algún modo la entrada justo anterior de este blog, "La amenaza de la luz: apuntes pedagógicos"que sugiero leer primero. Si se quiere citar, por favor, dese la referencia del libro.



Como vemos, Matrix hace referencia directa o interpela indirectamente todos los grandes ítems de la cultura occidental moderna. Por esa razón, hemos ido salpicando con referencias constantes –de Leonardo a Descartes o a Walter Benjamin- incluso el análisis de los aspectos plásticos y simbólicos de la película con el fin de ir mostrando la manera en que ésta los traía a colación y alcanzaba de esta manera la reflexión misma sobre los pilares en los que descansa el edificio del conocimiento occidental moderno. Sobre todo ello, desde una exterioridad jamás del todo denegada y siempre difícil de conjugar con los presupuestos tecno-científicos, ha sobrevolado constantemente en nuestra cultura el espíritu del cristianismo. Es conveniente, entonces, que nos remitamos al origen para entender su lógica y recordemos que, en Matrix y en occidente, el principio de la peripecia no es otro que la destrucción de los cielos por los humanos: ésta no es sino una metáfora del que se ha dado en llamar giro copernicano. En efecto, la secuencia de la revelación (2.3.3) en el Constructor nos permite atribuir ese valor metafórico a todo el ciclo épico de la Trilogía: la victoria de las máquinas sobre los humanos es un trasunto evidente del proceso de independencia de los saberes que supone el advenimiento de la ciencia experimental a la cultura occidental, lo que se ha dado en llamar la Época Moderna. Los descubrimientos de Copérnico y la revelación de que la criatura privilegiada por el Dios cristiano no se hallaba convocada al centro geométrico de la Creación conllevan una readaptación de todos los saberes cosmológicos para hacer entrar estos descubrimientos, con la carga de horror y desamparo que conllevan, en una lógica que permita soportarlos. Este trabajo científico y cosmológico es llevado a cabo por los grandes nombres de la ciencia mecanicista destruyendo la noción precopernicana de un cosmos organizado y jerarquizado y sustituyéndola por una Universo infinito y homogéneo, matematizado y geometrizado, en donde todos los espacios fueran ontológicamente iguales y las leyes del cielo y de la tierra quedaran fundidas en una[1]. La tarea de estos hombres era inmensa, pues

"Debían destruir un mundo y sustituirlo por otro. Debían reformar la estructura de nuestra propia inteligencia, formular de nuevo y revisar sus conceptos, considerar el ser de un modo nuevo, elaborar un nuevo concepto del conocimiento, un nuevo concepto de la ciencia e incluso sustituir un punto de vista bastante natural, el del sentido común, por otro que no lo es en absoluto" (Ibidem. p. 155)

¿Cuál fue la solución gnoseológica para salvar el tremendo abismo que se abría ante hombre moderno, destituido del centro de Universo y sobre el cual todos los demás cuerpos giraban en sus armónicas esferas? Fue tan genial como práctica: la sustitución de un horizonte fáctico –el confín material del mundo- por un universo focal. "No estoy en el centro del Universo -se dijo- pero con mi mirada y mi razón puedo constituir un horizonte del cual estoy autorizado a dar cuenta, como el resto de los seres racionales". Esta es la gran ventaja de un Universo infinito, homogéneo, desjerarquizado, donde todos los lugares son ontológicamente iguales. El hombre cede su privilegio y se carga con el deber de acceder al conocimiento del mundo, no a través de la pura revelación divina, sino de la investigación rigurosa y compartida. Matrix simboliza esta gran mutación estructural en la secuencia 2.3.3. Cuando Morfeo enuncia la revelación se produce un vertiginoso travelling infográfico que nos lleva del plano cenital (la mirada omnisciente de la divinidad o de su versión postmoderna, la tecnología sometida al hombre) a un plano de conjunto, a la altura del ojo humano, en el interior del Constructor. Neo, el hombre nuevo, la rechaza con horror y náusea.
¿Cuáles son las fórmulas para afianzar y hacerse cargo de este nuevo estado de cosas en lo que atañe a las condiciones del conocimiento? Dos procesos solidarios e inextricables coinciden en esta nueva necesidad de afianzar lo percibido como fundamento fiable del conocimiento y, a la vez, partiendo de su imposible completud, hacer posible la recepción y la transmisión de esas experiencias: el nacimiento de la perspectiva artificialis y del método científico experimental. Ambas se integran en una nueva concepción del ser que Heidegger[2] definió contundentemente:

"El fenómeno fundamental de la Edad Moderna es la conquista del mundo como imagen" (p. 92)

El movimiento, la masa y el cuerpo se colocan así en la base de la ciencia moderna; y el encuadre, la posibilidad de su detenimiento ante el ojo, en la herramienta irrenunciable para su observación rigurosa. Nacen el cuadro, el telescopio, y el laboratorio del científico. Y donde antes estaba el entendimiento divino, aparecen ahora las leyes del cosmos y la gramática de la relación entre los cuerpos, cuyo emblema fundamental será la ley de la gravedad. Estas dos leyes del Universo moderno y de su observación, serán –como no nos hemos cansado de repetir- las reglas de Matrix y en cuya transgresión se cifra la lucha de los rebeldes.
Ahora bien, si el hombre moderno ha de conformarse con la imagen transmisible en lugar del objeto, el sujeto se coloca entre la percepción y éste, haciéndola a la vez transmisible (trasplantable) y menos fiable (susceptible de ser simulada). De ahí, que a la vez que Galileo, Kepler -o él mismo- observan la evoluciones de los cuerpos astrales, Descartes propugne, como hemos visto ya muchas veces en este libro, la desconfianza en la percepción, tanto como de la literalidad de la revelación. En efecto, la modelización –hipótesis- se ha convertido en el proceder habitual de la ciencia y el método exige tomar todas las precauciones antes de dar por cierto un dato externo a la conciencia. El trabajo de Descartes –en polémica con el empirismo, tanto como con la antigua escolástica- fue proveer al sujeto, ya no dueño de sus percepciones ni confiado en un avalista "digno de toda fe", de una garantía de que lo perceptible no engaña. Es en este proceso donde tuvo que enfrentar la posibilidad de la existencia de un genio maligno que simulara todas las certezas que el hombre cree alcanzar. El antídoto contra las añagazas de este ser consistiría en suspender la creencia sobre todos los datos que nos proporcionan los sentidos....

 "Pero un designio tal es arduo y penoso, y cierta desidia me arrastra insensiblemente hacia mi manera ordinaria de vivir; y, como un esclavo que goza en sueños de una libertad imaginaria, en cuanto empieza a sospechar que su libertad no es sino un sueño, teme despertar y conspira con esas gratas ilusiones para gozar más largamente de su engaño, así yo recaigo insensiblemente en mis antiguas opiniones, y temo salir de mi modorra, por miedo a que las trabajosas vigilias que habrían de suceder a la tranquilidad de mi reposo, en vez de procurarme alguna luz para conocer la verdad, no sean bastantes a iluminar por entero las tinieblas de las dificultades que acabo de promover."[3]

En este texto, Descartes no sólo nos ofrece el panorama existencial al que se enfrenta el hombre moderno, disociado de sus percepciones, sino que además nos ofrece todas las claves del éxito de la Matriz y del paradigma moral de Cifra.

Fue Leibniz quien continuó el camino estableciendo el Principio de Razón Suficiente –todo está sometido a la homogeneidad de una cadena causal- basado en el Principio de Identidad, que implicaba que las cosas son, al menos iguales a sí mismas. Sobre este asiento pudo hacer su trabajo la Ilustración que, desde el punto de vista que venimos adoptando, fue el certificado de defunción del diablo, del genio maligno cartesiano. El cometido de los ilustrados fue la expansión de los logros de la razón hacia lo humano. Así Kant con sus tres críticas (de la razón pura, de la práctica y del juicio) o Hegel y en general toda la filosofía ilustrada, intentando combatir el oscurantismo y liberar a la humanidad de sus ataduras.

Pero la Modernidad seguía su lógica imparable y si el siglo anterior había supuesto la inhumación del diablo, el XIX trajo la propia muerte de Dios que sancionó Nietzsche, y a la que Freud y Marx ayudaron fehacientemente. Aún así, la muerte de lo obvio, de cualquier certeza la percepción inmediata, vino de la mano de la fe en el superhombre, el proletariado o en la asunción bizarra del Inconsciente.

La gran sorpresa la deparó el siglo XX que, contra todo pronóstico, trajo la resurrección del demonio y la expulsión del paraíso. Expliquémonos: los grandes avances de la ciencia y de la técnica en el siglo anterior hacen pensar en una autosuficiencia del saber que tiene en el maridaje entre lógica y matemáticas el mejor exponente. De aquí nace la teoría de conjuntos formulada en su mejor versión por Georg Cantor y sus teorías de los números transfinitos que hizo decir a David Hilbert, el principal mentor de la axiomatización de la aritmética, que Cantor había construido un paraíso para los matemáticos. Esa confianza fue el fundamento desde el que Gotlob Frege promovió la esperanza de fundamentar la totalidad de la matemática, comenzando por la aritmética, en autoconsistentes leyes lógicas. Pero ¡ay!, el maligno acechaba. Fue Russell el que tuvo que ejercer como su abogado comunicándole a Frege que en el edificio de su fundamentación aparecían paradojas. Y lo terrible de una paradoja, en el paraíso de las clases y los conjuntos, es que su emergencia muestra una fisura inexorable en el principio en el que se fundamente todo optimismo posible de conocimiento moderno: el Principio de Identidad. Un conjunto como el de todos los que no se pertenecen a sí mismos –ésta es la paradoja que señala Russell y que para siempre llevará su nombre- que si existe, no existe -y viceversa- es la certificación de toda la expulsión del paraíso para el conocimiento moderno. No se trata de que haya errores internos, ni siquiera de que las cadenas de la lógica no se correspondan con el mundo; se trata de que hay objetos, sentencias, y teoremas indecidibles. Así lo sancionará Gödel en su famoso Teorema de Incompletud, que ratificaba la imposibilidad de probar la consistencia del sistema formal de la matemática clásica desde sí misma, pese a todos los intentos –el axiomático sea, tal vez, el más relevante- de suturar la herida abierta por Russell.[4]

Hemos de afirmar, pues, Sin el Teorema de Incompletud, no se entiende la trama de Matrix. Es necesaria la imposibilidad de determinar todas variables de un sistema lógico (no otra cosa es la Inteligencia Artificial, ergo la Matriz) para poder alojar en ella cualquier trama emancipatoria. Esto es, si Matrix pudiera “decirte quién eres”, sería imposible –e inútil- encontrar en ella al UNO, el cual solo puede encarnarse en un sujeto singular, en una posibilidad indeterminable a priori por el sistema. Todas las explicaciones que da el arquitecto en Matrix Reloaded (la previsión de los seis Mesías y las seis destrucciones de Sión) tienen como referencia epistemológica el Teorema de Gödel. Pero el fracaso de los ideales ilustrados en su implantación en el mundo, la pervivencia del malestar (la astilla que siente Neo), también. Ésa es la apuesta de nuestra interpretación metafórica del film: las consecuencias del teorema de Gödel no se circunscriben al limbo –por él cuestionado- de los matemáticos sino que ponen la base del fracaso de todo totalitarismo (social, político, epistémico), de toda pretensión de mantener el control exhaustivo y eterno sobre cualquier cadena deductiva o causal.

Ahora bien, la historia del último siglo nos enseña que los fracasos de la matemática para auto-fundamentarse vienen acompañados de los triunfos de la tecnología y de la cultura de masas. Y esta dialéctica entre la razón y las sombras del maligno es el combustible de todo progreso del siglo XX. De los totalitarismos (la razón consistente) a la religiosidad light, la autoayuda o al fundamentalismo: se trata del sujeto apuntalándose en el reino de la razón desde la exterioridad. Y ello incluye desde la teoría de la conspiración al psicoanálisis, desde las guerras preventivas –la destrucción del cielo vuelve a ser aquí una metáfora afortunadísima- a las transgresiones del horizonte moderno que implican las transmisiones telemáticas y el uso de los satélites en la vigilancia y en las comunicaciones.
Salvador Dalí, Galatea de las Esferas.



[1] Vid. Alexandre Koyré: Del mundo cerrado al universo infinito. Madrid, Siglo XXI. 1989.
[2] Vid. Martin Heidegger: "La época de la Imagen del mundo" en Caminos del bosque. Madrid: Alianza Editorial, 1995.
[3] Vid. Meditaciones Metafísicas. Concretamente, el final de la Meditación I.
[4] Mosterín, Op. cit., p. 219-286.

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