Lo que copio aquí, es el texto de las últimas páginas (372-376) de mi libro Cuando la televisión podía todo, publicado en 2009. Evidentemente, en los últimos tiempos, a través de este blog pero también de otras publicaciones que irán viendo la luz en los próximos meses, estoy entrando a discutir ciertos aspectos de la concepción de lo político en el pensamiento postmarxista de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe y en la concreta praxis político-mediática de Podemos. Fundamentalmente, mis críticas -que, en absoluto, descalificaciones sino intento de entendimiento- van por el lado de la articulación entre identidades y antagonismo y, más concretamente, sobre las concepciones de lo real y del sujeto en las que estas se apoyan. Sobre todo por la entrada de Carl Schmitt y la distinción amigo-enemigo. Lo tengo difícil, lo sé, porque una vez entra en liza esta distinción y se convierte en una referencia absoluta dentro de la discusión, veo -es una cuestión de mi experiencia en estas discusiones- que ya imposible hacer una crítica sin que se vea como una descalificación. De ahí, también, que las narrativas haya tomado íntegramente el lugar de las argumentaciones.
Sin embargo, a mí me siguen importando los sujetos que
sufren por un daño por la moral. Creo que no podemos contentarnos ni
regocijarnos con la imposibilidad de la reconciliación y pensar que esa ausencia de culminación hegeliana del proceso político nos evita pensar la emancipación desde el lado del sujeto dentro del proceso política. Hemos de inventar un saber hacer con la nada y no conformarnos con el despojo ético del
éxito. Es la diferencia entre la dignidad subjetiva y el goce de la miseria moral. Pues bien, en la base de muchas de mis argumentaciones están estos párrafos y, dado que el libro no es accesible con excesiva facilidad, creo que no está de más que los copie aquí. Pretenden ser un material más para la discusión.
"Ahora bien, a la teoría crítica «le falta una
concepción de la falta». No una intuición de ella, como bien muestra la dialéctica
negativa adorniana, pero sí un cernimiento estructural específico, que
lleve no sólo a su designación teórica sino a permitir al investigador operar
con esa misma falta como causa del discurso, como origen de la producción cultural
que está analizando.
Sin embargo, a mí me siguen importando los sujetos que sufren por un daño por la moral. Creo que no podemos contentarnos ni regocijarnos con la imposibilidad de la reconciliación y pensar que esa ausencia de culminación hegeliana del proceso político nos evita pensar la emancipación desde el lado del sujeto dentro del proceso política. Hemos de inventar un saber hacer con la nada y no conformarnos con el despojo ético del éxito. Es la diferencia entre la dignidad subjetiva y el goce de la miseria moral. Pues bien, en la base de muchas de mis argumentaciones están estos párrafos y, dado que el libro no es accesible con excesiva facilidad, creo que no está de más que los copie aquí. Pretenden ser un material más para la discusión.
Ésta y no otra es nuestra justificación para la introducción
metodológica del psicoanálisis en el ámbito de las ciencias de la comunicación,
sobre todo por las propias dificultades para pensar el enunciatario como sostén
interno del texto visual. Y, por la misma razón, no hemos traído a colación
—solamente— la galería edípica habitual del psicoanálisis aplicado a la
cultura, sino que hemos preferido traer una versión más formalizada de la
estructura psíquica a través del matema del Discurso. Lo hemos creído necesario
para no caer en las mismas aporías de la hiperrealidad de Baudrillard,
que vuelve a constituir un espacio sin falta bajo la especie del simulacro, o
en las de planteamientos analíticos, también aparentemente muy cercanos, como
los deconstruccionistas que lo acaban asimilando todo al logos
o a la metafísica de la presencia. E, incluso, cabría deslindar
nuestra postura de un orden del discurso foucaultiano que, demasiado
clausurado, nos acaba condenando a una metafísica del poder, donde, como en los
dos casos anteriores, no cabe la responsabilidad ética, no hay espacio, tras la
demanda emancipatoria del particular, para una afirmación deseante, responsable,
radicalmente libre (id est, contingente) del sujeto singular, y
que nos condena a algo así como una especie de humanismo paranoico del que la
noción de solidaridad mediática podría ser el mejor ejemplo.
Creo importante explorar, siquiera sea mínimamente, esta
diferencia epistemológica. El nihilismo «clásico», el de la diferencia ontológica,
supone la aceptación de que la nada habita en el interior del logos. En
la aceptación de este supuesto ontoepistemológico de insuficiencia del lenguaje
para recubrir íntegramente lo real, podemos encuadrar desde los albores
filosóficos de Grecia hasta las más desoladoras posturas existenciales, pasando
por el noumeno kantiano, tomando la nada de diversos semblantes según el
sistema que decida «integrarla». Por parte del psicoanálisis, das Ding o
el objeto «a» inscriben a Freud y a Lacan, respectivamente, en esta
tendencia. Ahora bien, las posiciones que antes hemos mentado, tan típicas de
la cultura posmoderna, incluso en versiones más suavizadas o
«humanizadas» como en los estudios culturales, o algunas formas del feminismo,
que lo reducen todo a la categoría de actividad discursiva, falsa
conciencia y prácticas de poder, sucesivamente, pero sin la aceptación de
ningún componente insoslayable (verbigracia, la voluntad de poder nietzscheana
o la diferencia sexual), esto es, rechazando cualquier componente real
—en el sentido que el psicoanálisis da a la palabra, es decir, ni imaginario
ni simbólico—, parten justo del presupuesto inverso al del nihilismo
clásico: a saber, que es el logos el que fluctúa en el interior de la nada. Y,
si el logos habita en la nada, como la materia newtoniana en el espacio
absoluto, ¿qué puede ponerle límites, qué puede impedir su expansión perpetua,
a la vez que escépticamente injustificada? La globalidad, la solidaridad,
la corrección política, la deconstrucción y todos los
conceptos que aceptan en su fundamento que el mundo no es más que sus modelizaciones
parten, a mi entender, de esta posición epistemológica que me atrevería a
bautizar, en el molde del falogocentrismo derridiano, con un neologismo
no menos cacofónico: nihilogocentrismo. Ello aboca a hablar
necesariamente en términos de modelización e, incluso, en el
postestructuralismo, de construcción de identidades. Aunque se me pueda tachar
de estar algo desfasado, no puedo evitar que la primera imputación hacia todas
estas posturas que me viene a la mente sea la del idealismo.
La diferencia es sutil desde el punto de vista de la
localización de la nada de la que hemos hablado antes, puesto que parecería que
tanto el analista como el crítico cultural —del que el seudomarxismo americanizado
de los estudios culturales, con la idea de lo políticamente correcto, es el
caso más evidente— buscan los falsos presupuestos en los que el enunciado se
sustenta. Pero la postura «nihilogocéntrica» busca el sentido, esto es, dado
que la nada circunda al discurso, la negación bien fundamentada de un enunciado
mal fundamentado desaloja sus efectos por la vía de la denuncia de las
prácticas de poder a las que responde. Tales relaciones de poder han olvidado
—vía Foucault, me atrevo a añadir— el fundamento materialista (la plusvalía)
que legitimaba el análisis marxista de la cultura y de la historia. En pleno
«nihilogocentrismo » la superestructura parece navegar sola. Virtualmente. Jorge
Alemán es quien mejor expone estos impases de la teoría marxista de la cultura:
"Aceptar que en el ser parlante existe una satisfacción paradójica, que produce una ruptura con lo necesario permite concebir la relación del sujeto con los objetos, en términos que ya no son propios de la «razón instrumental», o los de una «relación de conocimiento» entre el sujeto y el objeto. Al quedar los objetos involucrados en la satisfacción pulsional, el sujeto intenta colmar el vacío que el propio deseo le impone cristalizando una relación con los mismos, que Lacan denomina fantasma. Mientras Marx daba cuenta del mercado capitalista aislando a la plusvalía como excedente del intercambio económico, sin embargo su concepto de necesidad deja de lado lo propio del ser parlante (y cuando decimos ser parlante no queremos decir individuo): «que el ser cuando habla goza, y no quiere saber nada de ello»; entre las palabras que organizan las demandas habita el silencio de la pulsión trabajando para el goce (...). La función del objeto en el fantasma es justamente lo ausente en la formulación marxista de la ideología. Nada puede hacer ningún adoctrinamiento ideológico frente a la inercia de goce inducida por el objeto en el ser que habla. El marxismo ha retrocedido frente a todas las cuestiones donde el goce puede anidar: la cuestión del objeto técnico como plus de goce y los otros puntos cruciales atinentes al goce, la cuestión de los pueblos, las lenguas y las religiones. En definitiva, aquellas cuestiones que, como Lacan ya formulaba en los Escritos, no pueden ser reducidas por el sentido" (Cuestiones antifilosóficas en Jacques Lacan, Buenos Aires, Atuel, 1993 pp. 27-29)
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