Parece que Donald Trump está
consiguiendo algo impensable. Y no me refiero a poner a todas las élites
mediáticas y políticas, a la izquierda y a la derecha, a tirios y a
troyanos, de acuerdo en descalificarle y declararle persona non grata.
Ha conseguido algo todavía más difícil: poner a USA en el mapa de la
etnografía neocolonial. Me explico. Los Estados Unidos en particular y
el mundo anglosajón en general han sido los suministradores de teoría,
epistemología e ideología para el resto del mundo, convirtiéndose en la
subjetividad dominante y convirtiendo a todo el resto del mundo en
objeto de sus prácticas y sus discursos. Por el lado neoliberal la cosa
es conocida mundialmente: los grandes organismos económicos, con el FMI a
la cabeza, pero también la grandes agencias de rating que
dicen qué sí y qué no. Y por ende, toda la elaboración intelectual y
académica, que está siendo engullida por el discurso neoliberal, también
depende de forma directa de estas agencias que te dicen dónde publicar y
dónde no y que sacralizan el inglés, el vehículo ideológico esencial
del neoliberalismo, como única lengua científica. Si quieres acceder a
la dignidad de sujeto e incoar un discurso sobre el mundo ha de ser en
la koiné que impone el amo. Puedes decir lo que quieras, pero en inglés.
Así, la ciencia, el arte, la política y el conocimiento social pasan
por aro de la evaluación por pares ciegos y los anglo-parlantes nativos
tienen una ventaja indudable. De ahí, que el sujeto sea anglo y el mundo
no anglo sea el objeto.
Parece que la clave del conocimiento
neoliberal sea la practicidad, una especie de neo-utilitarismo que
reputa como marginal toda investigación no aplicada, no abocada a ese
campo mítico que es la transferencia del conocimiento al mercado, esto
es, a la factoría del bien ciudadano. Pero no es así. A lo que teme más
que nada la cosmovisión neoliberal es a la aporía, al callejón sin
salida del conocimiento. Esto es, el mayor horror del neopositivista
neoliberal es quedarse parado, no poder seguir produciendo jotacerres
como churros. El único índice de éxito del neoliberalismo es el
crecimiento sostenido, la posibilidad de auto-reproducirse sin tregua.
Evidentemente, si buscas ideas geniales,
transformadoras, si buscas el conocimiento como exageración, como
relación entre la totalidad y los hechos, este es un mal camino. Sin
ruptura y sin impropiedad “no hay conocimiento que aspire a ser algo más
que una repetición ordenadora”, que decía TW. Adorno.
Pues bien, el ideal del conocimiento científico neoliberal no es otro
que la repetición ordenadora. Todo lo novedoso, todo lo que
desestabilice el paradigma estable dominante, resulta peligroso. Y la
forma que tiene el neoliberalismo de recusar lo peligroso es tratarlo de
inútil. Así, si el criterio es el bucle, la auto-reproducción ad infinitum de
la receta, es mucho más fácil el muestreo y la estadística, la
demostración sometida a los cánones convencionales, que la creatividad
intelectual, o con otras palabras, la seriedad heurística. Es mucho más
rentable –desde el punto de vista del mínimo esfuerzo y del mínimo
tiempo- el enfoque algorítmico que el heurístico. De tal modo que
puedes hacer un ensayo clínico o un estudio sociológico (kind of) con una encuesta y una estadística y publicar y republicar el mismo artículo ad infinitum,
con el impacto de las agencias garantizado por el beneplácito ciego de
tus pares. Cambias un poco la muestra y maquillas tus resultados y ya
está. No tiene importancia ninguna si eso provoca transferencias de
conocimiento a la sociedad, o si te pasas décadas sacando conclusiones
erróneas porque no has sido mínimamente crítico con tus datos. Lo importante es ser bendecido por las agencias y publicado.
Es el único índice de éxito que los Estados reconocen en la carrera
académica. Y es de una profunda perversidad neoliberal, reprivatizadora,
porque son las universidades y las administraciones las que ponen la
pasta y son los grandes portales de revistas, en connivencia con las
agencias de rating, los que cobran por los artículos –el autor
no ve un dólar, excepto si es suyo y tiene que entregarlo a las
multinacionales del conocimiento que encima te cobran por publicar- y
sacan un beneficio limpísimo de polvo y paja. Por supuesto, si no va a
colar en el proceso de revisión de una revista jotacerre, es
cuando te reputan tu trabajo como inútil, despreciable, etc. Eso no vale
para nada (-Defíname “nada”, por favor… -Es usted un metafísico de
mierda, y un teórico deleznable. Etc.,etc.,etc.)
Por esa vía, no cabe duda de que los
discursos de la izquierda y también están alimentados por el granero
ideológico anglosajón y par-cegado. Qué sería de la izquierda mundial sin Jameson, Butler, Eagleton, y en general los estudios culturales,
que han teorizado las identidades (raciales, étnicas, de género) y la
narrativa como formas de activismo social “performativo”. Pero no sólo
por anglosajones de nacimiento, también por los de adopción. Pensemos en
Slavoj Zizek emigrando a USA (con su defensa levo-populista de Trump,
¿nadie ve la clarísima conspiración eslovena que está tramando con
Melania para adueñarse del mundo, empezando por la Casa Blanca?). Pero
también pensemos en Ernesto Laclau, el gran ideólogo de la hegemonía y
el populismo, que por mucho que lo veamos como legitimador del
perono-kirscherismo argentino y, en general, de los populismos de
izquierda, lo que fue es profesor de la Universidad de Essex y sus
grandes libros han sido pensados originalmente en inglés, por más que su
pensamiento sea un enjambre de lo que los neopositivistas británicos
denominan pensamiento (o filosofía) continental. El pensamiento político
de esa Europa (de Negri a Badiou, pasando por Rancière o Vattimo) y el
de Latinoamérica (de Dussel a todos los ideólogos del Socialismo del
Siglo XXI) corren el riesgo de quedar sepultados por las amañadas
estadísticas patrocinadas por el establishment y sus “modelos de
negocio” (otro sintagma ciertamente hilarante, por cierto).
Sé que estoy siendo, tal vez, sarcástico
en exceso. Tengo compañeros y amigos que escriben artículos muy dignos y
del mayor interés, que luego se los publican en revistas JCR y
similares. Yo mismo tengo alguno de ese tenor, aunque el “paper científico” –que es algo muy específico por estructura y por requisitos, a no confundir con el artículo
en sentido general- sea un género que me echa para atrás, como la
égloga, el himno o la novela bizantina por ejemplo, y que me costaría
mucho cultivar motu propio.
La cuestión es que hay que tener claro
cuál es la causa (la calidad del artículo) y cuál el efecto (su
publicación en una u otra revista) y no intentar invertir el proceso. El
problema viene cuando un sistema se convierte en totalitario y en
excluyente. Una vez un científico me espetó que los papers
eran esenciales y que Einstein los escribía. Ya y tú eres como Einstein,
¿a que sí? Hasta los propios científicos experimentales tienen que
aceptar multitud de veces que sus proyectos y los papers que
generan no valen en muchas ocasiones para otra cosa que para perpetuar
los sistemas de evaluación e intentar medrar en ellos, y que no tienen
la más mínima relevancia social, de transferencia de conocimiento al tejido productivo o de avance del conocimiento. Incluso, que los criterios de aceptación de estos papers son muy arbitrarios y pueden incurrir en errores de mucho bulto porque nadie se toma el tiempo de comprobar los datos y sus interpretaciones.
Que en las áreas de ciencias humanas y sociales las agencias de
evaluación y acreditación estén valorando más o un articulillo de 7000
palabras, que lleva a cabo un estudio de caso intranscendente, que un
tratado o un ensayo de amplio alcance es un auténtico dislate del
talibanismo cuantitativista que pretende clonar las pautas de difusión
de la ciencia experimental. Es una forma de cercenar cualquier relación
entre el hecho y la totalidad que es la verdadera fuente de
conocimiento, como dejó dicho Adorno.
Por cierto, esta columna se supone que
iba sobre Trump: se me ha ido el demonio al infierno. Digo bien, porque
si junto Trump, santo y cielo en la misma frase, me espero llamadas del
Pentágono, la CIA, la Comisión Europea, el Elíseo, la Bundeskanzleramt, y
hasta del gobierno ucraniano (ojo, que en el Ayuntamiento de Kiev está
Vitali Klitchsko; poca broma) acusándome de populista, demagogo y
blasfemo. Decía que Trump había conseguido algo inédito: colocar a los
USA en la platina del microscopio neo-colonial. Y, para ver la
relevancia de este hecho, era importante dar unas pinceladas, al menos,
sobre el funcionamiento de esta óptica del dominio. Como profesor de
comunicación recibo con frecuencia convocatorias (call for papers, en perfecto jotacerriano)
de congresos y revistas internacionales pidiendo textos y
colaboraciones (que serán revisados por pares ciegos y tal y tal…). Si
estos vienen de los países del primer mundo, y sobre todo del mundo
anglo-sajón, suelen preocuparse tanto de las novedades tecnológicas como
de sus consecuencias económicas, culturales (socio-comunicativas) y
estéticas. Pero también es una línea constante la preocupación por el
flujo de estas dinámicas sobre los países emergentes (árabes, asiáticos,
latinoamericanos, etc.) bajo la perspectiva teleológica de la
modernización.
Si los cfp llegan de universidades ubicadas en estos mismos países emergentes, la temática suele ser parecida (los social media
en China, las nuevas tendencias del cine coreano, el uso de Twitter en
las Primaveras Árabes, etc). Por supuesto, la lengua de publicación es
el inglés, con lo cual vemos la clara intención de apropiarse de esa
mirada entomológica anglo-céntrica sobre ellos mismos, con el fin de
colocarse en la posición de sujeto (aquí, sinónimo de tomar conciencia)
de esos mismos procesos y de no ser puramente objeto de ellos, puros
actantes inconscientes y pasivos.
Pues bien, Trump ha conseguido que estén
llegándome convocatorias para estudiar el exótico panorama ¡de los
Estados Unidos! desde fuera de los Estados Unidos. Vamos, que hemos
pasado de los estudios post-coloniales a los estudios retro-coloniales
transimperialistas: ahora los USA (y, a ratos, también UK con el Brexit)
se han colocado en la mira del dispositivo, como el México zapatista,
la España de Podemos, el Singapur de la especulación, o la China del
neocapitalismo dengxiaopiniano.
Ahora bien, el fascismo es claridad,
transparencia, auto-evidencia. Nadie intenta entender a Trump porque a
Trump ya se le entiende. La presencia de un líder carismático en el
entorno neoliberal implica, para los aceptan identificarse con ese
carisma, que no hay exigencia de coherencia discursiva. La conciencia
ilustrada no está intentando, pues, entender a Trump, sino entender a su
electorado. Es una mirada de repugnancia hacia lo exótico que tiene
mucho de etnográfico y colonial. Es el colonialismo ilustrado
–eurocéntrico- que trata todo lo que no se aviene a su ideario
racionalista como una aberración. Así, votar a Trump (y, lo más
terrible) o a Chávez viene a ser tratado del mismo modo que lo sería un
rito caníbal. Evidentemente, para la máquina trituradora de respetos y
diferencias que es el iluminismo racional-cientifista neoliberal, todo
lo que se oponga a las normas de la élite es tratado como variantes del
sacrificio humano a los dioses y de cualquier otra práctica ritual
aberrante. No hay diferencia para estas élites entre vulgo, masa, tribu y
pueblo.
Se trata la eterna querella del imperio
de la auto-evidencia consciente y de la transparencia de las prácticas y
los discursos que Trump comparte, dicho sea de paso, con las de los
activistas anti-globalización desde los años 90, bajo la égida de la
epistemología informativa, la épica hacker y la teoría de la
conspiración. Muchos activistas no suelen tener tiempo para pensar y
suelen acabar implementando un totalitarismo moralista profundamente
amargo bajo el imperialismo de la conciencia y el soslayo de la
sensibilidad. Hay que sentir lo que mi método de la conciencia universal
prescriba. Y si el establishment está atacando a Trump –y es obvio que
lo está haciendo- mi obligación moral es defenderlo porque el enemigo de
mi enemigo es mi amigo. Anda que no son infinitamente más complejas las
cosas y anda que el sistema no tiene mil recetas para inventarse
enemigos, cada vez con un sesgo distinto, para hacer naufragar a los
activistas extremos cada vez que sea necesario, dado que su dogmatismo
les impide ver diferencia alguna, percibir sutilidad alguna.
Señores,
la sensibilidad a veces manda y no puede haber un solo progresista que
no sienta repugnancia por Trump, por su machismo, por su aspecto
baboso, por su soberbia wasp y racista. Extremismo,
fundamentalismo y radicalismo son cosas absolutamente distintas, que las
élites están empeñadas en confundir. Yo gusto de definirme como todo la
radical que puedo, pero me repugna cualquier fundamentalismo, cualquier
impostura que pretenda confundir la pulsión de muerte con la plenitud
del sentido. Un radical se pregunta qué hay en la raíz, en qué se
sustenta el pensamiento, y llega sistemáticamente a una conclusión: en
nada. Ahora bien, eso no lo convierte en un nihilista simple, ni en un
cínico, ni en un relativista estúpido, porque esa nada no es un vacío
apacible y uniforme: es un imposible ontológico. Y sobre todo, no
predecible. No hay ciencia de lo radical. Pensar es darse una y otra vez
de bruces con la nada, no dejar que una doctrina la oculte. Ese
ocultamiento de la nada, de la contingencia, bajo el peso ontológico de
lo doctrinal es el origen de todo totalitarismo. Y luchar contra ello,
el germen de toda emancipación. Ningún radical puede ser un
fundamentalista, porque su tarea consiste en socavar todo fundamento
cuando éste se convierte en final, esto es, en dogma. La radicalidad no
tiene que ver con la claridad, sino con no intentar soslayar las
sombras.
Completamente cierto que Obama y Clinton son culpables de actos genocidas en Siria o en Libia o en tantos sitios. Y son en buena medida culpables por financiación o connivencia con muchos de los crímenes del Isis en Siria, en Turquía, en Irak. Pero aceptemos que si Trump está siendo objeto de críticas y de protestas no es –o no solamente- porque el establishment se la tenga jurada, sino por su petulancia racial, étnica, plutocrática, por su repugnante vulgaridad machista y retrógrada. Obama y Clinton no hubieran sufrido nunca ese linchamiento mediático. Cierto. Entre otras cosas, porque la sensibilidad pública ya no admite que se haga eso con una mujer o con un afro-americano, allá donde el wasp no concita ninguna piedad. En algunas cosas, hemos progresado mucho y el cambio de mentalidad es evidente.
Sé que este artículo me ha quedado muy rarito. No se sabe muy bien cuál es su tema, me temo. Pero es que romper la agenda, romper la censura neo-liberal, es un proceso íntimamente ligado a romper la tópica, el “tema”, como aherrojamiento discursivo. Si te vas a poner a rebufo de un trending topic, lo menos es aspirar a que éste no te sepulte en su tsunami de opinión teledirigida. Y reflexionar sobre los criterios de veracidad y credibilidad hegemónicos en este momento me parecía mucho más perentorio que ir directamente a verter una opinión más sobre el zafio Donald ¿Qué estoy haciendo yo respecto al ítem mediático denotado Trump? Algo que me parece mucho más subversivo. Estoy haciendo colección de los memes que se le dedican. Como ya hice hace unos meses con las patochadas de los barones del Psoe contra Pedro Sánchez. Al menos, me río y al menos no fomento la solemnidad, que es la cualidad más pro-sistema de todas. Acabo, pues, con una de las citas que más cito:
“Literalidad y precisión no son lo mismo; antes bien hay que decir que van separadas. Sin ruptura, sin impropiedad, no hay conocimiento que aspire a ser algo más que una repetición ordenadora. Que dicho conocimiento no renuncie a pesar de ello a la idea de la verdad, como por el contrario está mucho más cerca de ocurrir en los más consecuentes representantes del positivismo, no deja de constituir una contradicción esencial: el conocimiento es, y no per accidens, exageración. Porque de igual modo a como ningún particular es «verdadero », sino que en virtud de su estar-mediado es siempre su propio otro, tampoco el todo es verdadero. El hecho de que permanezca irreconciliado con lo particular no es sino la expresión de su propia negatividad. La verdad es la articulación de esta relación”. (p. 46)
Bueno, no. Mejor acabar con esto:
He firmado la petición: “Pide a Donald Trump que le encargue el muro a Calatrava”.— José Antonio (@vergeles69) 27 de enero de 2017
¿Verdad?
*Trumpografía: dícese de todo aquello que se escriba sobre Tump.
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