El régimen constitucional postfranquista
fue cuidadosamente diseñado por las élites en un proceso que lideró
fundamentalmente Felipe González. El proceso tiene muchas caras y
aristas, pero una de las esenciales es la territorial, que -más allá de
sus aspectos burocráticos, administrativos y jurídicos- tuvo una enorme
importancia en el plano simbólico. Era perentorio recrear una patria
constitucional que domara a los díscolos pueblos periféricos. Por eso,
las dos primeras legislaturas y media de paseo triunfal del felipismo
giraron en torno a la construcción de un gran imaginario nacional que
había que erigir, necesariamente, sobre las ruinas del imperialismo de
los Austrias para que sustituyera a su rapaz (por el águila, digo)
caricatura franquista. Así que se constituyó un horizonte temporal pleno
de hechizo histórico: el 92, emblema de una España constituida en una
unidad del evento en lo universal. Y se trazó un eje vertebral entre
Barcelona (Olimpiadas), Madrid (Capital Europea de la Cultura) y Sevilla
(Expo), que ejercían más de sí mismas, en su neo-españolidad, que de
capitales de sus territorios, pero que se confiaba arrastraran a
andaluces, catalanes y madrileños a constituir de grado un proyecto
nacional conjunto que, de paso que incluía a éstos, dejaba algo
perjudicados a todos los demás: gallegos, vascos, valencianos,
asturianos, navarros, aragoneses, murcianos (ay, Murcia, me dueles),
baleares, riojanos, extremeños y canarios, melillenses y ceutíes y que
Dios me perdone si me he olvidado de alguno. Oye, que ya está bien, que
una cosa es construir España y que café hubo para todos en el 78 pero
catorce años después ya, cócteles y tal, eran menos los que se podían
repartir. Bueno, todo hay que decirlo, incluía a madrileños, andaluces y
catalanes y también a los castellanos. Porque los castellanos, cosa muy
curiosa, tienden a sentirse incluidos siempre en los planes imperiales
de las cortes de Madrid aunque ésta pase de ellos olímpicamente. Esta
vez pasaron de ellos, además, expo-universalmente y
capitalino-culturalmente. Ellos, haciendo gala de esa ancestral
sabiduría que Larra glosó como nadie, siempre piensan “mientras nos
expolian, nos despoblamos y nos consumimos, nosotros a pitarle a Piqué
cuando juega con la Selección, a ver si se entera ya de lo glorioso que
es ser español, hombre. Aunque no quieras”.
Bueno, pues a este esquema simbólico se
sumó, como no podía ser de otra manera, la Corona que redobló el croquis
diagonal sobre la piel de toro imprimiéndole su propia marca. Y lo con
una solvente política de matrimonios como hacen inveteradamente los
buenos monarcas cuando se ponen a jugar a los tronos. Aprende Tywin
Lannister allá donde estés, que eres un aficionao. Mucho mejor
que te pillen cazando elefantes que que te pillen cagando, hombre. En el
primer caso, el arma la llevas tú y eso es una auténtica ventaja. Así
pues, la familia real y su jefe a la cabeza decidieron casar a cada uno
de sus vástagos en cada una de las tres ciudades antedichas para que la
fiesta no decayera. Y de paso que hacemos eventos, hacemos metáforas, y
prolongamos el espectáculo de la unidad hispánica unos añitos más. A la
mayor, pues hombre, mucho no había dónde elegir así que le buscaron como
marido a un noble de vieja cuna, con pálido y afilado semblante, que
despertaba el vislumbre de cierta depravación distinguida y ese leve
reflejo de alguna tara de alta alcurnia efecto de una consanguineidad
muy aristocrática. Y le adjudicaron Sevilla, porque a la imagen majista que se le pretendía dar le venía muy bien, con la Duquesa de Alba por allí y todo.
Al heredero, le tocaba la chulapa
capital del reino borbónico, como no podía ser de otra manera, y no
entraremos en más comentarios. Aznar, cuyo principal rasgo de carácter
ha sido siempre la envidia, se le ocurrió que no podía ser menos y
decidió casar a su hija con el mismo boato en El mismo Escorial, para
reivindicarse, escoltado por el trío de las Azones, como auténtico
albacea del esplendor de los Austrias, y llenando el convite de
auténticos proto-presidiarios como patio de Monipodio. No hay mal que
por bien no venga: con ello ha salvado a tantos y tantos servicios de
documentación televisivos cuando tienen que sacar imágenes de archivo de
los reos de la Gürtel. Nada, que una Corte española siempre acaba
siendo la de los milagros. Y aquella boda acabó por ser una magnífica
representación esperpéntica que como una pesadilla vuelve y vuelve a
nuestras pantallas televisivas. Si de aquí unos decenios algún
investigador decide revisitar los telediarios de principios del Siglo
XXI sus más enigmáticos interrogantes serán: ¿cómo acabó la corrupción
siendo una sección fija en la escaleta, como los deportes y el tiempo?
y, ya puestos, ¿cómo es que le dedicaban tanto tiempo al Real Madrid?
(Lo de la contabilidad de la violencia machista, entenderán, merece un
artículo aparte y en un tono completamente distinto del de éste).
Pues bien, la hija pequeña se convirtió
en una pieza esencial de los planes regios para asentar la restauración
borbónica sobre la precaria roca del Estado Autonómico. Bien pronto
decidieron enviarla a vivir a Barcelona. Si hubiera sido un Felipe del
II al IV la hubieran enviado de virreina, pero D. Juan Carlos I, en
cuyos reinos sí se ponía el sol (incluso salía algunas veces, cosa que
está más cercana al portento que que se pusiera) pues la tuvo que enviar
de becaria de la Caixa. Menos da una piedra, tú. Pero es que, además,
ella va y se busca un novio que lo tiene todo. Deportista de élite de un
deporte minoritario pero lo suficientemente conocido para que tuviera
repercusión mediática. A la familia real le encantan los deportes
minoritarios, como la vela y la hípica o el esquí (al primo que se
murió, si recuerdan). A mí de hecho me sonaba que Marichalar tenía algo
que ver con estos últimos porque le fascinaban el mundo del caballo y/o
el de la nieve, pero la Wikipedia no dice nada y si tuviera que hacer
indagaciones biográficas a estas horas, pues las haría sobre Julio
César, Alejandro de Macedonia o el Cardenal Richelieu, así que asumo que
será un lapsus de memoria.
Pero a lo que íbamos: oigan, el
deportista en cuestión era nada menos jugador del Barça y olímpico, con
lo cual el otro extremo de la cadena nacional quedaba también atado en
el plano de lo simbólico marital. Y, colmo de los colmos de la fortuna,
además ¡era vasco con padre militante del PNV! Un partidazo desde el
punto de vista de la vertiente mediático-simbólica del rol que la corona
jugaba en la democracia española. Boda en Barcelona con un vasco.
Todos, al fin, unidos en el patriotismo constitucional. A los vascos,
también se les abría una puerta que la izquierda abertzale parecía
enconada en querer cerrar.
Claro, luego pasó lo que pasó. El yerno estaba acostumbrado, por un lado, a la tierra (herria)
donde nació que los vascos ven, a fuer de estar rodeados siempre de
montañas, por encima de sus cabezas. Y, por otro, al País de Lluís
Llach, que es tan pequeño que cuando el sol se va a dormir no está
seguro de haberlo visto. Por ello, debió quedar impactado al acreditar
que en los reinos de su familia política, aunque como hemos
oportunamente observado anteriormente –lo fundamental para que un texto
ostente coherencia es que todo lo que se diga en él parezca repetido más
que dicho- sí se pone el sol, estamos seguros de que éste sí que lo ha
visto antes de ponerse. Vamos, que Castilla le pareció anchísima y pallá
que se fue al que consideró cortijo del suegro, dirigiéndose a todo
aquel que controlaba algo de presupuesto público con una coletilla
variante de la típica española: ¡Oiga, usted sí sabe con quién está hablando! Le dijeron que la frase normal era con no y no con sí, pero el chico era periférico y, oye, peras al olmo tampoco.
O sea, que Urdangarín en el banquillo es
mucho más que un cuñado en el banquillo. Era emblema de la integración
de todas las Españas, vehículo de una metáfora buro-patriótica que
debía haber sido una ineludible tela de araña simbólica que atrapara a
todos los habitantes de La Piel de Toro bajo el manto protector,
arbitral y ecuánime de la Monarquía. Que haya sido condenado y perdonado
a la vez, es una metáfora también. El “hijo en la ley” y “hermano en la
ley” (acéptenseme los dos anglicismos semánticos), haciendo burla de la
ley. Es la evidencia visual que demuestra que, más allá de todas las
urdimbres anteriores, la España actual sólo tiene un dueño: el Partido
Popular, que nombra y desnombra a los fiscales según sus
“méritos”. Ya no está reservado papel tutelar alguno para una Corona que
creo, honestamente, que queda todavía más dañada con la libertad sin
fianza del yerno que con la absolución de la hermana.
España es el PP sostenido por C’s y
Psoe. No hay más. Un tropo consumado de la corrupción más allá de toda
legalidad posible. La Monarquía ha perdido su semblante paterno, y su
función nuclear y estructurante -por encima de la querella política- ha
quedado reputada como una simple impostura. Y es terrible porque el hijo
más salvaje del Pater Familias institucional se ha hecho con
el poder todo, con la representación toda. ¿Hasta cuándo abusará de
nuestra paciencia el Partido Popular? Pues hasta que queramos,
evidentemente. Pero es tan difícil querer lo que se desea, que el
pronóstico es muy poco halagüeño. Más, fíjense, en un país que entró en
la época contemporánea con una tan extemporánea consigna como ¡Vivan las caenas!
En VLCN
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