“Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad”. Jean-Paul Sartre.
El año pasado aún hubo algunas, pero este año no he visto conmemoración alguna del 15M. Parece que la trama –del bus, a la moción de censura–
la está copando toda y no queda atención para más. Yo, que jamás he
considerado que el optimismo fuera precisamente uno de mis defectos, al
poner algún comentario al respecto en las redes sociales me he
encontrado con desoladas invectivas como respuesta. Aquello fue un
engaño y un fracaso, dicen algunos que se lo creyeron en su momento,
mientras que estalinistas (paleo-marxistas, sí se prefiere),
socialdemócratas del aparato (sociatas me vale también) y algunos
activistas que provienen de la parte más tosca e integrista del
anarco-individualismo se hinchaban como pavos reales, presumiendo de
aquello que ya postularon entonces, a saber, que el 15M estuvo promovido
pcor la CIA para desarticular a la peligrosísima y eficacísima vetusta
izquierda de los 30 años anteriores.
Evidentemente, el neoliberalismo ha inoculado su virus a la izquierda y el síntoma más evidente es que se haya caído en la trampa de confundir eficacia con éxito, ocultando que qué es y qué no éxito lo deciden patrones impuestos por las élites. El caso es que la famosa “hipótesis Podemos”, la supuesta vacuna populista que vendría a curarnos de los achaques de la vieja izquierda, empezó desde casi el primer día a mostrar los síntomas más extremos de la patología: la política es éxito, hay que aprovechar la ventana de oportunidad, hay que ganar las elecciones con una potente máquina de guerra pergeñada en tiempo récord, y curar a la izquierda identitaria de su adicción a perder… Buena parte del desencanto actual, pues, es consecuencia directa de esta maniobra del populismo caído, como el resto de las opciones políticas, en las garras de la posverdad, porque a partir de que Podemos aspiró exclusivamente a constituirse en una operación de triunfo relámpago, el resultado de todo el proceso parece haber sido un reforzamiento del PP.
Fue la multitud la que decidió tomar la plaza y la pantalla. Qué sea la multitud aún no lo sabemos. Que haya que hablar con conceptos claros, distintos y acabados es un dogma como cualquier otro. Y la multitud está, sin cesar, haciéndose. Sin embargo, la creencia más generalizada es que la sociedad es un ente objetivo y disponible, establemente previo a los discursos que se emiten sobre ella. Ahora bien, si observamos con una mirada más atenta se nos muestra fehacientemente que no es así. A la masa social se la emplaza desde lugares muy distintos y es al emplazarla cuando se le da forma concreta y material: no es lo mismo dirigirse a un auditorio como pueblo, como opinión pública, como audiencia, como electorado o como comunidad de potenciales compradores de tu producto (target), aunque sostengamos que “empíricamente” las personas, los cuerpos humanos en los que se encarnan esos modelos de receptor, son los mismos. Visto así, la opinión pública occidental ha sido modelizada como juez pasivo y ésa ha sido la forma de tenernos controlados como sociedad, de emplazar a la democracia para impedir las urgencias: juzgamos a unos profesionales, que actúan. Nosotros sólo miramos. Y luego consumimos o votamos, según a qué profesionales hayamos estado mirando cada vez. Podemos nació desde el error de que el pueblo podía construirse utilizando exclusivamente los medios de comunicación del establishment, esto es, disputando el marco, haciendo pueblo a partir de una sociedad objetivamente estable –de ahí, el dogma de la transversalidad– de la que el núcleo promotor iba a constituirse como sujeto trascendental incontaminado por su objeto. Pero las cosas son algo distintas. Dale una narrativa a un pueblo y le servirá para ponerse en movimiento. Dásela a la opinión pública y la adormecerás aún más. Vivimos, al fin, en la época de las narrativas de consumo: los videojuegos o las series de televisión están viviendo una época dorada. Y por mucho potencial transgresivo o subversivo que tengan un videojuego o una serie –que algunas, vaya si lo tienen-, si el espectador adopta la posición del espectador pasivo (audiencia) su capacidad simbólica y pragmática resulta desactivada.
Desde este nuevo punto de vista que
hemos propuesto, el proceso de desencanto se puede explicar diciendo que
lo que sucede es que los críticos del 15M adoptan una posición
clientelar. No ya de opinión pública, sino de audiencia de Talent Show:
míralos que mal lo hacen, parecen decir. Igual ha sido una mala suerte
que la efemérides haya caído dos días después de Eurovisión. Pero la
verdad es que jamás ha conseguido ya después el PP gobernar con la
tranquilidad, soberbia y prepotencia de las épocas de Aznar, Zaplana,
Camps y Rita. Y que el Psoe, acorralado, se ha visto obligado a sacar
del sótano sórdido de Ferraz su particular retrato de Dorian Grey,
llamado Susana Díaz. No me parece poca victoria. El 15M ha servido para
romper con el totalitarismo pasivo de la opinión pública. No tanto para empoderar,
como para redimir de la resignación. El empoderamiento es una categoría
nacida de la episteme neoliberal y, por lo tanto, necesita de la
evidencia, del reconocimiento público y del éxito visible en el
enfrentamiento. Liberarse de la resignación, muy al contrario, es una
alegría que busca el calor de lo común y de lo colectivo, no la
publicidad. Pues bien, me alegra mucho saber que puedo luchar no siendo
bien visto por la opinión pública mayoritaria, porque mi marco
epistémico y campo de operaciones la excede. Puedo ser minoría sin
resignación. Eso no es un éxito homologable por los baremos
cuantitativistas del sistema. Pero es una victoria sin precedentes ni
paliativos. No hemos ganado la lucha, sólo la hemos hecho posible. Nada
menos. Podemos pensarnos sin la mediación ni el refrendo del espejo
público. Por mucha influencia que los Media sigan teniendo, ya no tienen
el control total. Podemos ser otros que los que dicen que somos o que
debemos ser. Podemos ser sujetos de la enunciación y no sólo objetos del
cálculo, como demuestran los grandes fracasos demoscópicos de los
últimos tiempos, siendo que los manufactureros de estadísticas llevaban
decenios acostumbrados a operar sobre una balsa de aceite. Hacer creer
que eso no es ya en sí un logro porque aún no se ha conquistado la
mayoría es ver la cuestión de una forma muy mezquina. Conquistar la
mayoría es fácil si trabajas a favor del sistema. Te lo pueden contar
los biógrafos de Steve Jobs, Bill Gates, Macri o Macron. Es una pena que
haya quien se ha empeñado en hacer creer que el 15M no era nada si
ellos no ganaban unas elecciones. El pospopulismo del Podemos
intervistalegrino supuso el intento de devolver el movimiento a la
ontología del éxito y el neopositivismo. El domingo pasado estuve en la
II Assemblea Ciutadana del Podemos valenciano y vi gente que no necesita
de las urnas ni de las estadísticas ni de la bendición de los
periódicos del régimen, ni de las cúpulas encumbradas para seguir
bregando. Nada que ver con los rostros televisivos del que algunos aún
llaman comando mediático. Sin el 15M nada de eso hubiera sido posible.
Evidentemente, el neoliberalismo ha inoculado su virus a la izquierda y el síntoma más evidente es que se haya caído en la trampa de confundir eficacia con éxito, ocultando que qué es y qué no éxito lo deciden patrones impuestos por las élites. El caso es que la famosa “hipótesis Podemos”, la supuesta vacuna populista que vendría a curarnos de los achaques de la vieja izquierda, empezó desde casi el primer día a mostrar los síntomas más extremos de la patología: la política es éxito, hay que aprovechar la ventana de oportunidad, hay que ganar las elecciones con una potente máquina de guerra pergeñada en tiempo récord, y curar a la izquierda identitaria de su adicción a perder… Buena parte del desencanto actual, pues, es consecuencia directa de esta maniobra del populismo caído, como el resto de las opciones políticas, en las garras de la posverdad, porque a partir de que Podemos aspiró exclusivamente a constituirse en una operación de triunfo relámpago, el resultado de todo el proceso parece haber sido un reforzamiento del PP.
¿De verdad entonces el 15M no ha servido para nada? Lo que sucede es que
es imposible entender el alcance del 15M desde las categorías de la
ciencia política y del márketing neoliberal basadas en a ontología de la
causalidad y éxito, compartida por estalinistas, algunos activistas y
todos los neoliberales. Contraataquemos, pues, con una aserción
taxativa: El 15M fue una victoria de la multitud contra la opinión pública.
El no tener líderes (esto es, rostros hipervisibles) del 15M no era una
tara, como intentó hacer creer el ya tan descompuesto –aunque otrora
pétreo- clan de Somosaguas, era su gesto más radical y subversivo.
Fue la multitud la que decidió tomar la plaza y la pantalla. Qué sea la multitud aún no lo sabemos. Que haya que hablar con conceptos claros, distintos y acabados es un dogma como cualquier otro. Y la multitud está, sin cesar, haciéndose. Sin embargo, la creencia más generalizada es que la sociedad es un ente objetivo y disponible, establemente previo a los discursos que se emiten sobre ella. Ahora bien, si observamos con una mirada más atenta se nos muestra fehacientemente que no es así. A la masa social se la emplaza desde lugares muy distintos y es al emplazarla cuando se le da forma concreta y material: no es lo mismo dirigirse a un auditorio como pueblo, como opinión pública, como audiencia, como electorado o como comunidad de potenciales compradores de tu producto (target), aunque sostengamos que “empíricamente” las personas, los cuerpos humanos en los que se encarnan esos modelos de receptor, son los mismos. Visto así, la opinión pública occidental ha sido modelizada como juez pasivo y ésa ha sido la forma de tenernos controlados como sociedad, de emplazar a la democracia para impedir las urgencias: juzgamos a unos profesionales, que actúan. Nosotros sólo miramos. Y luego consumimos o votamos, según a qué profesionales hayamos estado mirando cada vez. Podemos nació desde el error de que el pueblo podía construirse utilizando exclusivamente los medios de comunicación del establishment, esto es, disputando el marco, haciendo pueblo a partir de una sociedad objetivamente estable –de ahí, el dogma de la transversalidad– de la que el núcleo promotor iba a constituirse como sujeto trascendental incontaminado por su objeto. Pero las cosas son algo distintas. Dale una narrativa a un pueblo y le servirá para ponerse en movimiento. Dásela a la opinión pública y la adormecerás aún más. Vivimos, al fin, en la época de las narrativas de consumo: los videojuegos o las series de televisión están viviendo una época dorada. Y por mucho potencial transgresivo o subversivo que tengan un videojuego o una serie –que algunas, vaya si lo tienen-, si el espectador adopta la posición del espectador pasivo (audiencia) su capacidad simbólica y pragmática resulta desactivada.
Cierto que el 15M estaba lleno de
ingenuas demandas ciudadanistas y de buena conciencia, lo cual hacía
escandalizarse a los marxistas más dogmáticos. Un sintagma como
“Democracia Real Ya” probablemente sea el mejor ejemplo de una demanda
que da por posible algo sin plantearse la posibilidad de cada uno de sus
términos. No hace falta pararse a pensar qué significa “democracia”, ni
“real”, ni “ya”. Pero lo que sucede es que el pueblo no es
auto-transparente, no tiene un saber inmediato sobre sí, sino que ese
saber se aliena, precisamente, en la esfera pública. A diferencia de las
agencias de inteligencia y de las tramas corruptas, el pueblo no tiene
secretos. Es todo él un íntegro enigma. El enigma de lo común, que aún
no existe. El auto-emprendimiento (en lo privado) y la obsesión
institucional y electoral (en lo público) tienen como fin primordial que
los y las singulares jamás desvíen su atención hacia lo común. Sería
muy peligroso para las élites porque socavaría la impostora centralidad
del vínculo de explotación como paradigma de todas las relaciones
humanas y de la mercancía como única forma del bien, que es núcleo mismo
de la ontología capitalista. Así, parece que el único destino de la
multitud es constituirse en pueblo -y el pueblo en un partido-, si quiere tener derecho a desear….
Igual la cosa es un poco más complicada…
El gran error del populismo como instrumento de la radicalización
democrática, pensamos, es haberse olvidado de la multitud en su obsesión
por reducir lo político a la representación instituyente. La multitud
es un resto: lo que no cabe en el electorado, en la opinión pública, en
las masas, en el griterío de la turba, en los protocolos de la sociedad
civil o en la impostada unidad del pueblo. Es lo que no se puede
domesticar de los oprimidos. Una democracia multitudinaria es la única
alternativa política que podría resistirse a caer en las garras del
neoliberalismo más cínico y sangriento. El populismo debería asumir la
obscuridad de la multitud como uno de sus valores más vivificantes.
Podemos quiso convertir una película de Eisenstein en un film de John
Ford. Con mi máximo respeto para ambos, claro está. Y al final la
impresión general es que nadie -ni un tirador público, ni un tirador
oculto, ni un tirador solitario tampoco- mató a Liberty
Valance, que campa por sus respetos más vivo que nunca aunque muchos de
sus amigos sí estén pisando la cárcel.
Me quedo con una reflexión: el 15M aún no ha sucedido. Aún hay que hacer que suceda. Es curioso que mientras muchas lenguas de nuestro entorno hayan utilizado la etimología latina succedere
para designar el triunfo, en castellano o catalán esta raíz se use para
nombrar el acontecer. Y sin embargo, ambas lenguas utilicen “éxit(o)”
que implica claramente el matiz de “salir”. Efectivamente, el 15M salió. Yo me quedo sin dudarlo con el 15M, al que le habrán podido quitar muchas cosas, pero no el ser un momento multitudinario. La filosofía política posfundacional ha tenido que teorizar el acontecimiento,
que animar al sobresalto, precisamente porque las revoluciones
fracasadas del siglo pasado eliminaron del calendario utópico la idea de
la transformación como resultado un único acto afortunado. Lo revolucionario
dejó de ser un simple hecho histórico para convertirse en un trasfondo
ético y en un horizonte político. Si la revolución era la toma del poder
por una clase o un pueblo, el acontecimiento no puede ser sino
un momento de la multitud. Y el 15 de mayo de 2011, ante la inminencia
de una victoria extrema de la derecha, para allá se fue la multitud
postfordista buscándose a sí misma en su performance virtuosa,
mientras se miraban en los bolsillos a ver si llevaban su carné de
socios civiles, en tanto que la opinión pública, -que, por definición,
nunca sale (ni de casa, ni en la tele)- los miraba atónita desde su
mullida poltrona, sentando caderas como quien sienta cátedras. Luego
vinieron las masas a ocupar las calles con sus mareas, rodeos y
primaveras. Y en 2014, saltando desde los ojos atónitos de la opinión
pública aposentada ante el televisor vino el líder y, con él, el núcleo
irradiador. El pueblo, ese nuevo pueblo que nos prometió cual maná el
núcleo irradiador, aún no está. No sabemos si se le espera porque hasta
hace bien poco andaba perdido entre apaños electorales y vericuetos
transversales.
Decía Walter Benjamin en sus Tesis de Filosofía de la Historia:
El historicismo se contenta con establecer un nexo causal de diversos momentos históricos. Pero ningún hecho es ya histórico por ser causa. Llegará a serlo póstumamente a través de datos que muy bien pueden estar separados de él por milenios. El historiador que parta de ello, dejará de desgranar la sucesión de datos como un rosario entre sus dedos. (…) Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla.
No soy muy amigo de las narrativas,
lo soy más bien de los relatos. Pero una gran fuente de legitimación de
la opresión han sido siempre las narrativas denigrantes sobre los
oprimidos. Por eso, los grandes avances en las luchas sectoriales de las
últimas décadas han pasado por hacer valer el concepto de orgullo: ni
raza inferior, ni sexo débil subalterno, ni enfermos o degenerados.
Orgullosxs de la negritud, la feminidad o la homosexualidad. No caigamos
en regalarle al enemigo neoliberal y dogmático lo que ha sido el
acontecimiento popular más estimulante de los últimos cuarenta años,
porque no ha conseguido el éxito según los parámetros del enemigo, que
precisamente vino a cuestionar. El 15M no ha sido un fracaso. Es ya para
siempre un aún no. La muerte de la resignación y el
conformismo con la servidumbre. Y la constatación definitiva de que en
el ámbito neoliberal, todas las élites son iguales y por igual temerosas
de la democracia.
Sin duda, sí se puede. El problema, que ello nunca nos va a parecer claro.
Hagámonos ya a la idea de que lo obvio nunca podrá ser reducido a la
fatua simpleza de lo evidente. La multitud tiene un poder real pero que no se aviene fácilmente al show.
La toxina paralizante de la claridad está empezando a ceder y los que
pretendían narcotizar a los que faltaban haciéndoles recuperar la
ilusión ya se han llevado algo de su merecido. Las cosas no están tan
mal. Seguimos sufriendo. Mucha gente, mucho. Pero no ha habido derrota
alguna. Sólo que el camino es más largo y más oscuro que lo que los
magos de la chistera y algoritmo vacío hicieron creer. Deja que lo haga
yo que de esto sé mucho, decían. Quedarán para siempre como nuestros
“hermanos en la ley”, de principios del siglo XXI. Es lo que tiene
confundir la fraternidad con el cuñadismo. Los entusiasmos son
imprescindibles en política. Las ilusiones son un peligroso cáncer. Es
la diferencia entre creer en lo que haces y creer en lo que te quieran
contar.
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