Hace unas cuantas semanas, todos
queríamos ser Charlie. Esta última, nadie ha hecho pegatinas y
camisetas, pero todos llevamos escrito en la frente, mientras escrutamos
con sospecha nuestro alrededor, Yo no soy Andreas Lubitz. Ya
sabemos cómo va esto. Cada vez que hay un tenebroso atentado, una opaca
catástrofe, los medios hacen proliferar las imágenes, los relatos, las
opiniones de los expertos, intentado vacunarnos contra el terror con esa
gran enemiga de la verdad que es la certeza. Es eso que algunos llaman
el Síndrome CSI y que se ha convertido en uno de los estigmas
de nuestra cultura: la repugnancia a lo contingente, el terror a lo que
no se aviene al principio de razón suficiente, esto es, a lo
azaroso de cualquier vida. No deja de ser curioso, para más inri, que
las animaciones infográficas que hemos visto esta semana, construidas
para suplir la falta de evidencias, con el comandante del vuelo
aporreando desde fuera la cabina de los pilotos, fueran especialmente
cándidas, toscas, paleodigitales. Tenían ese grano y ese aroma a pixel
primitivo que me ha recordado inevitablemente a las que se proliferaron
hace más de veinte años para intentar dilucidar de una vez por todas, en
el treinta aniversario de su asesinato, cuántos tiradores habían
disparado a John F. Kennedy. Mientras tanto, en la pantalla fílmica, más
solvente en lo visual, Forest Gump, el otro mito demócrata de los 90,
le estrechaba inopinadamente la mano. Cosas de la continuidad y la
consistencia del raccord.
¿Soy acaso el único al que la imagen reiterada del maratoniano Andreas Lubitz, al que casi todas las fotos que se han difundido esos días lo muestran corriendo, le sugiere una especieo de versión neoliberal post-11S del personaje de Zemeckis?…todos llevamos escrito en la frente, mientras escrutamos con sospecha nuestro alrededor, Yo no soy Andreas Lubitz.
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